La obra de arte
A nadie le resulta difícil advertirlo: me estoy muriendo. Comparo la sábana de esta cama de hospital a una rosa blanca de pliegues tiernos, abnegados, que el calor de la enfermedad aplasta. Cada cierto tiempo, evacuo. Ya ni muy siquiera aviso. Ya no abro la boca. Ya no hay palabras en mí.
Antes, era diferente, por supuesto. Antes se daban cita en mí todos los vocabularios, lenguajes, glosarios y nomenclaturas: danza viva de voces. Mi vida era como una novela, uno de esos novelones de ochocientos y mil páginas, inagotable: frases y frases. La guerra y la paz. Crímen y castigo. Doktor Faustus.
Luego enfermé. Un virus, dijeron. Fue preciso tirar muchas palabras por la borda, para no hundirme. La novela enflaqueció. El corazón de las tinieblas. El túnel. El extranjero. No me sentía mal, pero no me sentía bien. Me sentía ligeramente mal.
Pasé a ser cuento. Un cuento de Maupassant. O de Poe. O de Lovecraft. Un cuento económico y escalofriante, parco y glacial.
En un momento de rebeldía o despertar (ambas cosas son lo mismo) el cuento se transformó en poema. Fue como una epifanía. Incluso pensé que estaba sanando: que un milagro había ocurrido. Byron, Santa Teresa, Aleixandre. Me rodeaba un aura intangible, y a todos decía palabras definitivas, innegociables.
Pero recaí. Me volví aforismo. Y palabra. Y sílaba. Hasta la sílaba es un fardo sin fin, para una persona tan enferma como yo. Por ello es preferible callar: observar con sabiduría lo que depreda y fagocita.
Tiemblo, en un último esfuerzo, para decir este epitafio. Las fuerzas de flaqueza no son mito o mentira. Hélas, con fuerzas de flaqueza nadie escribe una novela. Pero al menos he sellado por un segundo la boca de la muerte. Y me queda la fe íntima de que, aún siendo silencio, seguiré siendo obra de arte; una escultura, sobre una rosa manchada.
(Columna publicada el 2 de diciembre de 2004.)
Antes, era diferente, por supuesto. Antes se daban cita en mí todos los vocabularios, lenguajes, glosarios y nomenclaturas: danza viva de voces. Mi vida era como una novela, uno de esos novelones de ochocientos y mil páginas, inagotable: frases y frases. La guerra y la paz. Crímen y castigo. Doktor Faustus.
Luego enfermé. Un virus, dijeron. Fue preciso tirar muchas palabras por la borda, para no hundirme. La novela enflaqueció. El corazón de las tinieblas. El túnel. El extranjero. No me sentía mal, pero no me sentía bien. Me sentía ligeramente mal.
Pasé a ser cuento. Un cuento de Maupassant. O de Poe. O de Lovecraft. Un cuento económico y escalofriante, parco y glacial.
En un momento de rebeldía o despertar (ambas cosas son lo mismo) el cuento se transformó en poema. Fue como una epifanía. Incluso pensé que estaba sanando: que un milagro había ocurrido. Byron, Santa Teresa, Aleixandre. Me rodeaba un aura intangible, y a todos decía palabras definitivas, innegociables.
Pero recaí. Me volví aforismo. Y palabra. Y sílaba. Hasta la sílaba es un fardo sin fin, para una persona tan enferma como yo. Por ello es preferible callar: observar con sabiduría lo que depreda y fagocita.
Tiemblo, en un último esfuerzo, para decir este epitafio. Las fuerzas de flaqueza no son mito o mentira. Hélas, con fuerzas de flaqueza nadie escribe una novela. Pero al menos he sellado por un segundo la boca de la muerte. Y me queda la fe íntima de que, aún siendo silencio, seguiré siendo obra de arte; una escultura, sobre una rosa manchada.
(Columna publicada el 2 de diciembre de 2004.)
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