Llorando o riendo
Enfrente de una discoteca discutían dos personas. No recuerdo los argumentos exactos, pero sí recuerdo que el tono ya se había vuelto bastante agrio, y a todas luces cómico.
Uno de ellos era, significativamente, un niño bien: habladito Punto G, cejas ya instaladas en un permanente rictus de autosuficiencia, zapatos Diesel de plano, ya saben: un niño bien. Pero más que un niño bien, era el arquetipo de un niño bien, su cuadratura metafísica. Quintaesenciado. De la otra parte no recuerdo mayor rasgo, y a lo mejor ése era su mayor rasgo. Como el epígrafe de Céline en la novela de Sartre: un muchacho sin importancia colectiva, apenas un individuo. Era evidente que pertenecían, telenovelescamente, a “dos mundos distintos”.
Un grupo de viandantes se detuvo como yo a contemplar a los polemistas de la Zona Viva, pero éstos se hallaban demasiado embebidos en sangrienta lucha de poder como para percatarse de ello. Se diría que el individuo celinesco llevaba todas las de ganar; a lo mejor siglos de anonimato hereditario y de involución en el terreno de la personalidad y la relevancia social le había dado ese matiz: un punto extra de sobriedad por encima de su contrincante. El otro, el joven, en cambio, ya alcanzaba resoplando un grado respetable de congestión emocional. Gotas violentas de sudor chisgueteaban los Diesel, ensuciándolos de humanidad. Finalmente, en un arranque de conmovedora sinceridad, y tras intercambiar varios insultos progresivos con su oponente, dijo el insulto que en verdad quería decir desde un principio, y le salió del alma:
–¿Ah sí? Y usted es… usted es… usted es… ¡usted es pobre!
Lo dijo. Para el niño bien, ser pobre era un defecto moral. De más está decir que me fue corriendo de allí. Llorando o riendo, me fue corriendo de allí.
(Columna publicada el 19 de octubre de 2006.)
Uno de ellos era, significativamente, un niño bien: habladito Punto G, cejas ya instaladas en un permanente rictus de autosuficiencia, zapatos Diesel de plano, ya saben: un niño bien. Pero más que un niño bien, era el arquetipo de un niño bien, su cuadratura metafísica. Quintaesenciado. De la otra parte no recuerdo mayor rasgo, y a lo mejor ése era su mayor rasgo. Como el epígrafe de Céline en la novela de Sartre: un muchacho sin importancia colectiva, apenas un individuo. Era evidente que pertenecían, telenovelescamente, a “dos mundos distintos”.
Un grupo de viandantes se detuvo como yo a contemplar a los polemistas de la Zona Viva, pero éstos se hallaban demasiado embebidos en sangrienta lucha de poder como para percatarse de ello. Se diría que el individuo celinesco llevaba todas las de ganar; a lo mejor siglos de anonimato hereditario y de involución en el terreno de la personalidad y la relevancia social le había dado ese matiz: un punto extra de sobriedad por encima de su contrincante. El otro, el joven, en cambio, ya alcanzaba resoplando un grado respetable de congestión emocional. Gotas violentas de sudor chisgueteaban los Diesel, ensuciándolos de humanidad. Finalmente, en un arranque de conmovedora sinceridad, y tras intercambiar varios insultos progresivos con su oponente, dijo el insulto que en verdad quería decir desde un principio, y le salió del alma:
–¿Ah sí? Y usted es… usted es… usted es… ¡usted es pobre!
Lo dijo. Para el niño bien, ser pobre era un defecto moral. De más está decir que me fue corriendo de allí. Llorando o riendo, me fue corriendo de allí.
(Columna publicada el 19 de octubre de 2006.)
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