La sangre en la arena
Con motivo de la visita del Dalai Lama, me puse a leer un resto de cosas en torno a él y el budismo. Leí, entre otras cosas, un libro sumamente aburrido llamado La sabiduría del Dalai Lama. No se lo recomiendo a nadie, pero encontré una frase, la única que en verdad me interesó, la siguiente: “En tiempos antiguos, las guerras se libraban con enfrentamientos cuerpo a cuerpo, de hombre contra hombre. El vencedor en la batalla observaba, de forma directa, la sangre y el sufrimiento del enemigo derrotado. Actualmente, es mucho más terrorífico porque un hombre puede apretar un botón desde un despacho y matar a millones de personas sin contemplar nunca la tragedia humana que ha provocado.”
Lo mismo con la pena de muerte. Podemos mandar a un hombre al patíbulo, decir en conversación de sofá o sobremesa: “Ese hombre merece que lo maten”, dar el visto bueno, lograr que el gobierno tome cartas en el asunto, y nunca enterarnos de los entresijos íntimos del deceso. De allí que la pena de muerte sea un asunto moral, abstracto, intelectual, genérico, jurídico, institucional, vagamente periodístico, pero nunca real. Todos hablamos de la pena de muerte como quién habla del último juego de Playstation. Es la familiaridad que nos proporciona la distancia respecto al hecho mismo. Hablo, por supuesto, del hecho abrumadoramente físico que supone la desintegración de un organismo vivo.
“Que vean la sangre sobre la arena”, nos dice Norman Mailer: “no se trata de que no deba existir la pena capital, pero si el estado va a matar a alguien debe convertir esto en espectáculo”.
Luego, que el público decida si conviene o no seguir aplicando la pena de muerte: “al menos una hipocresía profunda –el apartamiento de la ejecución de los ojos del público que la ha decretado– dejaría de existir”.
(Columna publicada el 7 de octubre de 2004.)
Lo mismo con la pena de muerte. Podemos mandar a un hombre al patíbulo, decir en conversación de sofá o sobremesa: “Ese hombre merece que lo maten”, dar el visto bueno, lograr que el gobierno tome cartas en el asunto, y nunca enterarnos de los entresijos íntimos del deceso. De allí que la pena de muerte sea un asunto moral, abstracto, intelectual, genérico, jurídico, institucional, vagamente periodístico, pero nunca real. Todos hablamos de la pena de muerte como quién habla del último juego de Playstation. Es la familiaridad que nos proporciona la distancia respecto al hecho mismo. Hablo, por supuesto, del hecho abrumadoramente físico que supone la desintegración de un organismo vivo.
“Que vean la sangre sobre la arena”, nos dice Norman Mailer: “no se trata de que no deba existir la pena capital, pero si el estado va a matar a alguien debe convertir esto en espectáculo”.
Luego, que el público decida si conviene o no seguir aplicando la pena de muerte: “al menos una hipocresía profunda –el apartamiento de la ejecución de los ojos del público que la ha decretado– dejaría de existir”.
(Columna publicada el 7 de octubre de 2004.)
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