La mancha
Después de mirar toda la tarde mi cara en el espejo, decido cambiar el espejo por la ventana. En la calle oscilan un número determinado de seres humanos (hoy guatemaltecos, mañana lo serán también). Luego vuelvo al espejo y compruebo horrorizado que en el rostro, de la nada, figura una mancha por lo demás abominable, eso: muy abominable.
Justo debajo de la nariz, justo arriba del labio. Me estoy muriendo, concluyo. Y antes de morir por culpa de una mancha, decido yo mismo matarme.
Piso cinco. Ascensor. Calle. Seres humanos locales. Farmacia. Hombre sonriente. Pastillas. Calle. Seres humanos locales. Ascensor. Piso cinco.
Avanzo por el corredor a mi departamento, firme en mi determinación, con las pastillas en el bolsillo, y sin embargo no continúo: en la cerradura del departamento vecino, la llave está puesta. Dudo un segundo, pero en verdad: ¿cuál sentido tiene ponderar mis habilidades morales ahora, si justamente estoy a punto de matarme?
Hago girar la llave, abro.
Fotografías en anaqueles que son como todos los anaqueles: análogos. Nunca he visto a mi vecino antes, nunca nos hemos cruzado en el pasillo, pero deduzco que mi vecino es ese señor tan serio que aparece en varias de las fotos, tan señor, tan serio.
Por estar concentrado en las fotos, tardo un poco en distinguir el cuerpo que yace en la orilla de la sala, contra la pared.
No hace falta dar explicación: el cuerpo es el cuerpo del vecino, el mismo hombre de la fotografía. Se suicidó (anticipándose a mi propio suicidio) y ahora está depositado en la alfombra como un hombre que duerme raro, que duerme contra la pared.
Salgo del lugar, hago de nuevo girar la llave, esta vez la de mi departamento, me asomo a la ventana. De vuelta al espejo, la mancha ha desaparecido.
(Columna publicada el 25 de marzo de 2004.)
Justo debajo de la nariz, justo arriba del labio. Me estoy muriendo, concluyo. Y antes de morir por culpa de una mancha, decido yo mismo matarme.
Piso cinco. Ascensor. Calle. Seres humanos locales. Farmacia. Hombre sonriente. Pastillas. Calle. Seres humanos locales. Ascensor. Piso cinco.
Avanzo por el corredor a mi departamento, firme en mi determinación, con las pastillas en el bolsillo, y sin embargo no continúo: en la cerradura del departamento vecino, la llave está puesta. Dudo un segundo, pero en verdad: ¿cuál sentido tiene ponderar mis habilidades morales ahora, si justamente estoy a punto de matarme?
Hago girar la llave, abro.
Fotografías en anaqueles que son como todos los anaqueles: análogos. Nunca he visto a mi vecino antes, nunca nos hemos cruzado en el pasillo, pero deduzco que mi vecino es ese señor tan serio que aparece en varias de las fotos, tan señor, tan serio.
Por estar concentrado en las fotos, tardo un poco en distinguir el cuerpo que yace en la orilla de la sala, contra la pared.
No hace falta dar explicación: el cuerpo es el cuerpo del vecino, el mismo hombre de la fotografía. Se suicidó (anticipándose a mi propio suicidio) y ahora está depositado en la alfombra como un hombre que duerme raro, que duerme contra la pared.
Salgo del lugar, hago de nuevo girar la llave, esta vez la de mi departamento, me asomo a la ventana. De vuelta al espejo, la mancha ha desaparecido.
(Columna publicada el 25 de marzo de 2004.)
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