La llamada telefónica
En el banco.
La señorita –taxativa, corporativa, profesional, hierática– atiende a los clientes con frío virtuosismo, y puede decirse: casi con desdén. Llena formularios, teclea, manipula realidades financieras. Es como una divinidad india: mil brazos eficaces. Pues bien: uno de esos mil brazos suyos se alarga para recoger el auricular del teléfono, que está sonando.
Parálisis. Shock. Pánico. La señorita, que unos segundos daba muestras de un autodominio absoluto, ahora está cambiando de color, su rostro se descompone, parece que se está quedando sin aire. ¿Qué ha pasado? ¿Qué noticia terrible le han comunicado por el auricular?
Incluso se ha levantado de su asiento. “Es él, es él”, repite una y otra vez –mantra circular, letanía inefable. Su colega le pregunta, ya preocupada: “¿Quién? ¿Pero de quién estás hablando?”. Y la otra responde finalmente, luego de un tremendo esfuerzo físico, incluso moral:
–Es él. Es Arjona.
Lo equivalente a decir una encantación. Los márgenes de la realidad a partir de este momento empiezan a difuminarse, a tornarse inciertos. Hay un emborronamiento general, una aceleración impredecible de los hechos y las circunstancias. Un viento caliente circula por todo el banco, lacerante... Las mujeres (y luego los hombres, nerviosos) ya están como sudando. No saben qué hacer. Se desabotonan las camisas. Sus ojos se vuelven blancos. Están hablando en lenguas. Palpitan en el suelo, como epilépticos.
El caos. Es increíble: los empleados del banco se pelean por coger el auricular y hablar con Arjona, que ha llamado de México, o de dónde diablos sea, para hacer una transacción bancaria. ¡Se están asesinando...!
Al final, sólo quedan cuerpos y cuerpos. En el auricular se escucha una voz, como de extranjero:
–Alo. ¿Sí? Bueno. ¿Hay alguien allí…?
(Columna publicada el 9 de febrero de 2006.)
La señorita –taxativa, corporativa, profesional, hierática– atiende a los clientes con frío virtuosismo, y puede decirse: casi con desdén. Llena formularios, teclea, manipula realidades financieras. Es como una divinidad india: mil brazos eficaces. Pues bien: uno de esos mil brazos suyos se alarga para recoger el auricular del teléfono, que está sonando.
Parálisis. Shock. Pánico. La señorita, que unos segundos daba muestras de un autodominio absoluto, ahora está cambiando de color, su rostro se descompone, parece que se está quedando sin aire. ¿Qué ha pasado? ¿Qué noticia terrible le han comunicado por el auricular?
Incluso se ha levantado de su asiento. “Es él, es él”, repite una y otra vez –mantra circular, letanía inefable. Su colega le pregunta, ya preocupada: “¿Quién? ¿Pero de quién estás hablando?”. Y la otra responde finalmente, luego de un tremendo esfuerzo físico, incluso moral:
–Es él. Es Arjona.
Lo equivalente a decir una encantación. Los márgenes de la realidad a partir de este momento empiezan a difuminarse, a tornarse inciertos. Hay un emborronamiento general, una aceleración impredecible de los hechos y las circunstancias. Un viento caliente circula por todo el banco, lacerante... Las mujeres (y luego los hombres, nerviosos) ya están como sudando. No saben qué hacer. Se desabotonan las camisas. Sus ojos se vuelven blancos. Están hablando en lenguas. Palpitan en el suelo, como epilépticos.
El caos. Es increíble: los empleados del banco se pelean por coger el auricular y hablar con Arjona, que ha llamado de México, o de dónde diablos sea, para hacer una transacción bancaria. ¡Se están asesinando...!
Al final, sólo quedan cuerpos y cuerpos. En el auricular se escucha una voz, como de extranjero:
–Alo. ¿Sí? Bueno. ¿Hay alguien allí…?
(Columna publicada el 9 de febrero de 2006.)
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