El mejor trabajo del mundo
Enciende un cigarro. Pone tercera. El automóvil avanza por la avenida, bajo la luz inmutable de los postes serenos. El aire de la noche, ya mezclado con el olor fosforescente del tabaco, suministra un susurro agradable. Sin lugar a dudas, se siente bien: el suyo es por mucho el mejor trabajo del mundo.
No tiene ningún problema con trabajar de noche, manejando. En estas últimas semanas, ha tenido la oportunidad de cruzarse con todo tipo de rostros. Recuerda sonriendo el rostro particular de un hondureño, hace dos noches. Tenía una expresión muy cómica, a decir verdad.
Sobre todo, le gusta esa sensación de estar a solas con la ciudad, sin el tráfico diurno avocando insultos, malos gestos, demoras infinitas. La ciudad por las noches posee una cierta magia, en cambio, esa arcana atmósfera de bolero, ese no sé tú pero yo, formidable cualidad: la nostalgia. Casi no hay nadie en las calles, salvo unos últimos milicianos, hundidos en otra paranoia. Y los taxis, por supuesto. Los taxis. Y a veces las patrullas. Pero las patrullas… Es como si no existieran.
Vuelve a recordar al hondureño. Otra vez ríe para sus adentros. ¿Y qué hay de los salvadoreños de la semana pasada? Ellos también tenían expresiones cómicas. Por supuesto, los más cómicos de todos son los locales, los guatemaltecos.
Conoce muy bien la ciudad. Los lugares más remotos. Los lugares más oscuros. No tiene miedo de ir a esos lugares: creció en uno de ellos. Lugares polvorientos, con ríos de aguas negras aceitosas confluyendo en rezos líquidos de carácter decadente.
No, no cambiaría su trabajo por nada. Lo llevaría a cabo incluso sin cobrar, deportivamente. Cada noche, un pájaro fanático lo guía a su destino.
Enciende el segundo cigarro de la noche. En el baúl del carro, hay dos cuerpos, ambos tatuados.
(Columna publicada el 16 de febrero de 2006.)
No tiene ningún problema con trabajar de noche, manejando. En estas últimas semanas, ha tenido la oportunidad de cruzarse con todo tipo de rostros. Recuerda sonriendo el rostro particular de un hondureño, hace dos noches. Tenía una expresión muy cómica, a decir verdad.
Sobre todo, le gusta esa sensación de estar a solas con la ciudad, sin el tráfico diurno avocando insultos, malos gestos, demoras infinitas. La ciudad por las noches posee una cierta magia, en cambio, esa arcana atmósfera de bolero, ese no sé tú pero yo, formidable cualidad: la nostalgia. Casi no hay nadie en las calles, salvo unos últimos milicianos, hundidos en otra paranoia. Y los taxis, por supuesto. Los taxis. Y a veces las patrullas. Pero las patrullas… Es como si no existieran.
Vuelve a recordar al hondureño. Otra vez ríe para sus adentros. ¿Y qué hay de los salvadoreños de la semana pasada? Ellos también tenían expresiones cómicas. Por supuesto, los más cómicos de todos son los locales, los guatemaltecos.
Conoce muy bien la ciudad. Los lugares más remotos. Los lugares más oscuros. No tiene miedo de ir a esos lugares: creció en uno de ellos. Lugares polvorientos, con ríos de aguas negras aceitosas confluyendo en rezos líquidos de carácter decadente.
No, no cambiaría su trabajo por nada. Lo llevaría a cabo incluso sin cobrar, deportivamente. Cada noche, un pájaro fanático lo guía a su destino.
Enciende el segundo cigarro de la noche. En el baúl del carro, hay dos cuerpos, ambos tatuados.
(Columna publicada el 16 de febrero de 2006.)
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