Kefia, o el actor actuado
La muerte de Arafat y la reelección de Bush no tienen nada de coincidencia. Son dos actos previstos, caldeados, van juntos. La muerte biológica de Arafat es la consecuencia lógica de su muerte política, acaecida a partir de su secuestro (todo arresto domiciliario es una manera de secuestro). La muerte de Arafat da un sentido de terminación, de entierro, de consecución de los fines. Es así cómo la administración Bush se beneficia del entierro de Ramalá.
Una guerra artificial sólo puede clausurarse artificialmente: por sustitución, y de esa cuenta Arafat se convirtió en el argumento poderoso y contagioso encontrado en Washington para entronizar la transición a un segundo mandato. Un segundo mandato que deberá ser más benigno que el primero, porque ninguna guerra larga es sana en términos de relaciones públicas, por muy triunfante que sea.
No hay tal cosa como el azar. A lo sumo, hablaremos del inconsciente del poder. Pero da la impresión que lo de Arafat fue una movida más que consciente: calculada, o en último de los casos, aprovechada cuidadosamente. En ambos casos –plan u oportunidad– encontraremos alevosía política. Posiblemente, es una mezcla, porque en la historia no existe la pureza.
Arafat, más que el actor de su propia muerte, ha sido el actuado. En verdad, desde hace mucho tiempo que Arafat era un actuado, en lugar de un actor. Primero necesitaban a un terrorista, y cumplió a cabalidad con el papel durante múltiples años. Luego, en su momento, se necesitó de un Premio Nóbel, un hombre con el rostro suavizado por Estocolmo, y así se hizo. De último, necesitaban a un enfermo. Para rematar, se necesitó de un muerto. El hombre del pañuelo blanco y negro murió como a veces mueren los estorbos. Pero ya intentaron matar a Mahmoud Abbas.
(Columna publicada el 18 de noviembre de 2004.)
Una guerra artificial sólo puede clausurarse artificialmente: por sustitución, y de esa cuenta Arafat se convirtió en el argumento poderoso y contagioso encontrado en Washington para entronizar la transición a un segundo mandato. Un segundo mandato que deberá ser más benigno que el primero, porque ninguna guerra larga es sana en términos de relaciones públicas, por muy triunfante que sea.
No hay tal cosa como el azar. A lo sumo, hablaremos del inconsciente del poder. Pero da la impresión que lo de Arafat fue una movida más que consciente: calculada, o en último de los casos, aprovechada cuidadosamente. En ambos casos –plan u oportunidad– encontraremos alevosía política. Posiblemente, es una mezcla, porque en la historia no existe la pureza.
Arafat, más que el actor de su propia muerte, ha sido el actuado. En verdad, desde hace mucho tiempo que Arafat era un actuado, en lugar de un actor. Primero necesitaban a un terrorista, y cumplió a cabalidad con el papel durante múltiples años. Luego, en su momento, se necesitó de un Premio Nóbel, un hombre con el rostro suavizado por Estocolmo, y así se hizo. De último, necesitaban a un enfermo. Para rematar, se necesitó de un muerto. El hombre del pañuelo blanco y negro murió como a veces mueren los estorbos. Pero ya intentaron matar a Mahmoud Abbas.
(Columna publicada el 18 de noviembre de 2004.)
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