Estatuas y piedras
Lluvia bien fuerte en la Antigua, y yo estoy buscando un parqueo, mirando a uno y otro lado, probando en tal o tal otra calle, pero nada.
Un espacio para parquear es como una inspiración de la ciudad, y a veces la ciudad simplemente no está inspirada.
Así que voy de esquina en esquina, y puede decirse que estoy irritado.
Y entonces una imagen me sorprende en una de las vías empedradas. Allí, lentos, juntos, caminando, todos de negro, y negros sus paraguas: un cortejo mortuorio.
Es una imagen magnífica.
Todo aquel que ha visto llover en La Antigua –lo que se dice ver de veras– sabe que es una experiencia fuera de serie. Ver llover en Antigua es como ver llover en Venecia.
Pero esto... Verlos avanzar así, como en una dimensión paralela… El carro fúnebre, a lo mejor fantasma... Más allá de todas mis expectativas.
Por un momento, hasta siento un poco de envidia. Estarán llorando a un ser querido, pero están vivos, vivos completamente, vivos líricamente. De lleno en una corriente poética. Que en este caso es la corriente poética de la muerte. Constituyen la raza del limbo. Todas sus pequeñas presiones, sus microscópicas neurosis, sus rutinas sin sentido han sido absorbidas por un suceso unificador y trascendental. Hay un silencio de gotas de sangre. Un crooner canta en la Iglesia de San Pedro. Y por un segundo incluso yo me olvido de mis miserias.
Un segundo. Luego todo vuelve a la normalidad. El cortejo se aleja hacia otra calle. Y yo encuentro un parqueo. Ahora me toca a mí vivir mi luto: el luto por un momento místico que se ha muerto él también. Pero el luto por la belleza es un luto sin lágrimas, ni espíritu. Por eso, en el funeral de los poetas, sólo habrá estatuas y piedras.
Las piedras de las calles de La Antigua.
(Columna publicada el 14 de septiembre de 2006.)
Un espacio para parquear es como una inspiración de la ciudad, y a veces la ciudad simplemente no está inspirada.
Así que voy de esquina en esquina, y puede decirse que estoy irritado.
Y entonces una imagen me sorprende en una de las vías empedradas. Allí, lentos, juntos, caminando, todos de negro, y negros sus paraguas: un cortejo mortuorio.
Es una imagen magnífica.
Todo aquel que ha visto llover en La Antigua –lo que se dice ver de veras– sabe que es una experiencia fuera de serie. Ver llover en Antigua es como ver llover en Venecia.
Pero esto... Verlos avanzar así, como en una dimensión paralela… El carro fúnebre, a lo mejor fantasma... Más allá de todas mis expectativas.
Por un momento, hasta siento un poco de envidia. Estarán llorando a un ser querido, pero están vivos, vivos completamente, vivos líricamente. De lleno en una corriente poética. Que en este caso es la corriente poética de la muerte. Constituyen la raza del limbo. Todas sus pequeñas presiones, sus microscópicas neurosis, sus rutinas sin sentido han sido absorbidas por un suceso unificador y trascendental. Hay un silencio de gotas de sangre. Un crooner canta en la Iglesia de San Pedro. Y por un segundo incluso yo me olvido de mis miserias.
Un segundo. Luego todo vuelve a la normalidad. El cortejo se aleja hacia otra calle. Y yo encuentro un parqueo. Ahora me toca a mí vivir mi luto: el luto por un momento místico que se ha muerto él también. Pero el luto por la belleza es un luto sin lágrimas, ni espíritu. Por eso, en el funeral de los poetas, sólo habrá estatuas y piedras.
Las piedras de las calles de La Antigua.
(Columna publicada el 14 de septiembre de 2006.)
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