Entrega
Casi lo deja el bus. Tuvo que suplicar, con la mirada…
El conductor lo pensó; pensó si detenerse o no por tan poca cosa, por tan poco individuo; probablemente no le gustó nada ese modo sudoroso y despavorido de correr que éste tenía.
Pero se detuvo el chofer, y Mario, o Mario Roberto, pudo subir, jadeante, humillado por la prisa... Llevaba algo debajo del brazo, algo debajo del brazo.
Le costó distinguir un asiento vacío. Como perdido estaba.
Finalmente fue suyo: el asiento, al lado de un señor gordo, que hablaba así bien fuerte.
Qué difícil seguir su conversación; sólo entendió Mario, en su poco entender, que el señor trabajaba en Finanzas, y que habían matado a su primo, por un celular. Digamos que Mario, o Mario Roberto, estaba de corta concentración por estar concentrado en eso que llevaba debajo del brazo, debajo del brazo, debajo del brazo…
Tenía que llevar el paquete a una dirección y entregarlo lo antes posible.
Tocar la puerta, avenir con el niño necio que abría siempre, y luego pasar a la salita –el televisor prendido, la telenovela– y luego aún esperar por cuestión de unos diez, a veces veinte minutos, al hombre –rostro oscuro, jeroglífico– que ya lo estaba esperando.
Una tarea en suma simple, como siempre lo había sido.
Pero todavía no había llegado esa parte. Él y nosotros estábamos en el bus. El reggaetón retumbaba. Mario, es decir Mario Roberto, se sentía observado.
Es cierto que una niña lo miraba con una atención subrayada. Menuda, libro para colorear en mano, calcetas gruesas y azules. Mario se reconoció en esa niña, que al fin tenía su misma cara boba y era como su pariente.
Al fin se bajó, y yo todavía lo vi pasar cerquita de la carretilla de hot–dogs, y no sé por qué, pero sentí lástima por él, por su pantalón, por su andar y su trasiego… Mario, Mario Roberto…
(Columna publicada el 7 septiembre de 2006.)
El conductor lo pensó; pensó si detenerse o no por tan poca cosa, por tan poco individuo; probablemente no le gustó nada ese modo sudoroso y despavorido de correr que éste tenía.
Pero se detuvo el chofer, y Mario, o Mario Roberto, pudo subir, jadeante, humillado por la prisa... Llevaba algo debajo del brazo, algo debajo del brazo.
Le costó distinguir un asiento vacío. Como perdido estaba.
Finalmente fue suyo: el asiento, al lado de un señor gordo, que hablaba así bien fuerte.
Qué difícil seguir su conversación; sólo entendió Mario, en su poco entender, que el señor trabajaba en Finanzas, y que habían matado a su primo, por un celular. Digamos que Mario, o Mario Roberto, estaba de corta concentración por estar concentrado en eso que llevaba debajo del brazo, debajo del brazo, debajo del brazo…
Tenía que llevar el paquete a una dirección y entregarlo lo antes posible.
Tocar la puerta, avenir con el niño necio que abría siempre, y luego pasar a la salita –el televisor prendido, la telenovela– y luego aún esperar por cuestión de unos diez, a veces veinte minutos, al hombre –rostro oscuro, jeroglífico– que ya lo estaba esperando.
Una tarea en suma simple, como siempre lo había sido.
Pero todavía no había llegado esa parte. Él y nosotros estábamos en el bus. El reggaetón retumbaba. Mario, es decir Mario Roberto, se sentía observado.
Es cierto que una niña lo miraba con una atención subrayada. Menuda, libro para colorear en mano, calcetas gruesas y azules. Mario se reconoció en esa niña, que al fin tenía su misma cara boba y era como su pariente.
Al fin se bajó, y yo todavía lo vi pasar cerquita de la carretilla de hot–dogs, y no sé por qué, pero sentí lástima por él, por su pantalón, por su andar y su trasiego… Mario, Mario Roberto…
(Columna publicada el 7 septiembre de 2006.)
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