Encariñarse
Bueno, que la otra vez iba yo a Los Cebollines de la zona 10, cortando por la Zona Viva, pero había un gran merengue en la calle, y a duras penas rodaban los carros. Un montón de policías, y toda una estación móvil de la PNC allí parqueada.
Bajé el vidrio, preguntando a uno de los espectadores, de la jugosa cohorte:
–¿Qué hay?
–Es el Ministro.
Me respondió el cuate, elípticamente. Asumí que me hablaba del Ministro de Gobernación. Quise hacer más preguntas, pero un policía se acercaba a nosotros, con cara de “prohibido hacer preguntas malditos civiles” y además la fila de carros como que estaba moviéndose.
Al día siguiente la noticia: “Clausuran cuatro centros nocturnos en la ciudad”. Leyendo la cosa, se me ocurrió que a lo mejor lo que yo había visto la noche anterior era uno de estos magnos operativos.
No frecuento burdeles, aunque comparto la idea de que son lugares muy literarios. En una época los visité un poco. Yo perdí mi virginidad con una chica de éstas (¿diez y seis años?) en un prostíbulo al final de la San Juan, bueno, más local imposible, pino en el piso, banda en vivo, full equipo, qué se entiende.
Uno piensa que una puta es un ente muy desapegado, acorazado, una fortaleza, pero a mí me parece que ella estaba tan asustada como yo.
Fue una cosa muy incómoda.
En otra ocasión, llevamos a un panameño que estaba de visita y demandaba ir a un burdel. Como yo ya había tenido dos o tres experiencias francamente desmoralizantes con prostitutas, me quedé afuera, libando con las señoritas, pero nada más. Al final, una de ellas terminó llorando sobre mis hombros, contándome sus miserias. Yo me sentí muy honrado por tanta intimidad, que era todo menos sexual. Y desde ese día como que les agarré cariño a estas mujeres, y a lo mejor es una de las razones por las cuáles no me acuesto más con ellas.
(Columna publicada el 2 de noviembre de 2006.)
Bajé el vidrio, preguntando a uno de los espectadores, de la jugosa cohorte:
–¿Qué hay?
–Es el Ministro.
Me respondió el cuate, elípticamente. Asumí que me hablaba del Ministro de Gobernación. Quise hacer más preguntas, pero un policía se acercaba a nosotros, con cara de “prohibido hacer preguntas malditos civiles” y además la fila de carros como que estaba moviéndose.
Al día siguiente la noticia: “Clausuran cuatro centros nocturnos en la ciudad”. Leyendo la cosa, se me ocurrió que a lo mejor lo que yo había visto la noche anterior era uno de estos magnos operativos.
No frecuento burdeles, aunque comparto la idea de que son lugares muy literarios. En una época los visité un poco. Yo perdí mi virginidad con una chica de éstas (¿diez y seis años?) en un prostíbulo al final de la San Juan, bueno, más local imposible, pino en el piso, banda en vivo, full equipo, qué se entiende.
Uno piensa que una puta es un ente muy desapegado, acorazado, una fortaleza, pero a mí me parece que ella estaba tan asustada como yo.
Fue una cosa muy incómoda.
En otra ocasión, llevamos a un panameño que estaba de visita y demandaba ir a un burdel. Como yo ya había tenido dos o tres experiencias francamente desmoralizantes con prostitutas, me quedé afuera, libando con las señoritas, pero nada más. Al final, una de ellas terminó llorando sobre mis hombros, contándome sus miserias. Yo me sentí muy honrado por tanta intimidad, que era todo menos sexual. Y desde ese día como que les agarré cariño a estas mujeres, y a lo mejor es una de las razones por las cuáles no me acuesto más con ellas.
(Columna publicada el 2 de noviembre de 2006.)
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