El zombi
Ahora que lo pienso, fue un verdadero golpe de fortuna que yo, teniendo veinte, tuviese la oportunidad de trabajar en El Periódico desde el mero principio, hace diez. Cuando sólo contábamos con cinco o seis ordenadores en la sala de redacción (así de mínimos fueron sus comienzos). La guerra había terminado. La sensación de posibilidad era infinita. Yo quería ser escritor y darme a conocer.
Bueno, ahora esa sensación de novedad se ha borrado. Lo cuál no es por fuerza malo. Permítanme explicar.
Paradójicamente, un diario sólo alcanza su grado de madurez cuando todo el mundo lo termina dando por descontado. Un diario es exitoso cuando ya está como soldado a nuestra cotidianidad. Sólo en la medida en que un lector lo incorpore a lo más llano de su existencia, sólo en la medida en que ya no piense en él como un evento lejano y enmarcable, sólo en la medida en que lo use con la misma naturalidad con la cuál usa el hilo dental o el sartén de teflón, sólo en la medida en que deje de ser una novedad, es decir algo no diario, sólo allí se puede decir que ha tenido éxito. Lo cuál no equivale a decir que sea ordinario.
Algo parecido se puede referir de los columnistas (el terreno que me compete). Los columnistas que ya llevan años articuleando, lo hacen ya desde una especie de muerte, una inercia fantástica y mortuoria. Yo no llevo tantos años ni a lo mejor soy tan conocido, pero en mi sentir no es un periodista el que está redactando este párrafo, sino el cadáver de un periodista. Como esos perros muertos en la carretera (que en este caso es la carretera de las diez mil columnas). Esos perros todos llenos de gases. Estoy siendo trabajado, abultado, póstumamente, por los gases de la actualidad columnística. Sensación maravillosa. Me siento más vivo que nunca.
(Columna publicada el 9 de noviembre de 2006.)
Bueno, ahora esa sensación de novedad se ha borrado. Lo cuál no es por fuerza malo. Permítanme explicar.
Paradójicamente, un diario sólo alcanza su grado de madurez cuando todo el mundo lo termina dando por descontado. Un diario es exitoso cuando ya está como soldado a nuestra cotidianidad. Sólo en la medida en que un lector lo incorpore a lo más llano de su existencia, sólo en la medida en que ya no piense en él como un evento lejano y enmarcable, sólo en la medida en que lo use con la misma naturalidad con la cuál usa el hilo dental o el sartén de teflón, sólo en la medida en que deje de ser una novedad, es decir algo no diario, sólo allí se puede decir que ha tenido éxito. Lo cuál no equivale a decir que sea ordinario.
Algo parecido se puede referir de los columnistas (el terreno que me compete). Los columnistas que ya llevan años articuleando, lo hacen ya desde una especie de muerte, una inercia fantástica y mortuoria. Yo no llevo tantos años ni a lo mejor soy tan conocido, pero en mi sentir no es un periodista el que está redactando este párrafo, sino el cadáver de un periodista. Como esos perros muertos en la carretera (que en este caso es la carretera de las diez mil columnas). Esos perros todos llenos de gases. Estoy siendo trabajado, abultado, póstumamente, por los gases de la actualidad columnística. Sensación maravillosa. Me siento más vivo que nunca.
(Columna publicada el 9 de noviembre de 2006.)
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