El santo alimento
Escribo, es tarde, escribo, hospedado como siempre en un hotel cuyo nombre desconozco.
Aéreas, volatiles, sin peso, son polvo: las palabras. Se mueven como cucarachas. Increíble, pero resulta que son lo único real que tengo en vida. Quiero decir que son las palabras escritas sobre el talco de las horas fugaces las que me hunden (paradójicamente, entonces) en la existencia tibia y viva, orina espesa.
De esa cuenta no importa si estoy aquí o allá, o ningún lado. No necesito mi Toshiba Satellite para escribir (la amo, no la necesito). Me basta un lápiz; ni eso: una idea me basta. Escribo en todas partes. Escribo sobre el cuerpo de mi mujer, o en el ala nerviosa de un murciélago. En Julio o en el pavoroso Noviembre. En Venecia o en Xisec, es igual. Se está vivo por doquier.
Me ha tocado el oficio más noble y más sucio de todos: los escritores somos aves, pero carroñeras. Volamos alto, para caer mejor al núcleo mismo de lo real. Lo real es nuestro santo alimento.
Escribo: “Esa luz tuya, tu sucia luz, me limpia”. Me gusta el verso. Es el primer verso de un poema que no tiene fin y tampoco, de hecho, tiene principio. Así es la poesía, enigmática. La otra vez le escuché a Jorge Carro una frase tremenda: “El juicio final será ante la poesía”. La frase no es suya, no recuerdo ahora al autor.
A veces me pongo a pensar: ¿qué me gustaría ser si no fuera escritor? Y me doy cuenta que es una pregunta bastante estúpida.
Escribo, es tarde, escribo, hospedado como siempre en un hotel cuyo nombre desconozco.
(Columna publicada el 29 de julio de 2004.)
Aéreas, volatiles, sin peso, son polvo: las palabras. Se mueven como cucarachas. Increíble, pero resulta que son lo único real que tengo en vida. Quiero decir que son las palabras escritas sobre el talco de las horas fugaces las que me hunden (paradójicamente, entonces) en la existencia tibia y viva, orina espesa.
De esa cuenta no importa si estoy aquí o allá, o ningún lado. No necesito mi Toshiba Satellite para escribir (la amo, no la necesito). Me basta un lápiz; ni eso: una idea me basta. Escribo en todas partes. Escribo sobre el cuerpo de mi mujer, o en el ala nerviosa de un murciélago. En Julio o en el pavoroso Noviembre. En Venecia o en Xisec, es igual. Se está vivo por doquier.
Me ha tocado el oficio más noble y más sucio de todos: los escritores somos aves, pero carroñeras. Volamos alto, para caer mejor al núcleo mismo de lo real. Lo real es nuestro santo alimento.
Escribo: “Esa luz tuya, tu sucia luz, me limpia”. Me gusta el verso. Es el primer verso de un poema que no tiene fin y tampoco, de hecho, tiene principio. Así es la poesía, enigmática. La otra vez le escuché a Jorge Carro una frase tremenda: “El juicio final será ante la poesía”. La frase no es suya, no recuerdo ahora al autor.
A veces me pongo a pensar: ¿qué me gustaría ser si no fuera escritor? Y me doy cuenta que es una pregunta bastante estúpida.
Escribo, es tarde, escribo, hospedado como siempre en un hotel cuyo nombre desconozco.
(Columna publicada el 29 de julio de 2004.)
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