El otro Da Vinci
Fue hace un par de años en Nápoles. Creo que estaba perdido. Más por accidente que por otra cosa, fui a dar a una exhibición de los inventos de Da Vinci. Se trataba de construcciones a escala de sus lucidas, estrafalarias máquinas, que como sabemos cronificaba minuciosamente en planos prodigiosos.
En la exhibición, descubrí a dos Da Vinci. El primero ingenió auténticos despertares de la ciencia práctica. Toda esa curiosidad, esa imaginación, esa belleza (dibujos de una delicadeza infinita) orientada a la mecánica, la hidráulica, la ingeniería, la aeronáutica… Esos bocetos prefiguraron los inventos más relevantes y revolucionarios del futuro.
El otro Da Vinci fue un hombre sádico como ninguno, que utilizó su talento para extender las posibilidades de la guerra y de la muerte. En efecto, no había mucha diferencia entre lo que allí percibí y cualquier museo de la tortura. Un catálogo repugnante de catapultas, acorazados, cañones, y otras creativas miserias… Cada uno de esos estudios es una especie de umbral a la Dimensión de los Eviscerados.
El hombre es el humano hombre. Aquellos que tratan de encontrar en Da Vinci una quintaesencia de lo más alto del espíritu de la especie, se equivocan, y en el fondo merecen su ignorancia.
No menos equivocados están los otros. La otra vez escuché a un predicador hablar en la radio sobre el humanismo. Sus palabras eran patéticas, peligrosas, sumamente oscuras. Me pregunto: ¿qué pasaría si las máquinas de guerra de Da Vinci llegasen a las manos de este predicador demente?
Salí del museo, medio pasmado. Caminé por la calles de Nápoles. Sin saber cómo llegué al puerto en sí. Me senté, frente a los barcos majestuosos y oxidados. Hasta me dieron ganas de pintarlos.
(Columna publicada el 1 de junio de 2006.)
En la exhibición, descubrí a dos Da Vinci. El primero ingenió auténticos despertares de la ciencia práctica. Toda esa curiosidad, esa imaginación, esa belleza (dibujos de una delicadeza infinita) orientada a la mecánica, la hidráulica, la ingeniería, la aeronáutica… Esos bocetos prefiguraron los inventos más relevantes y revolucionarios del futuro.
El otro Da Vinci fue un hombre sádico como ninguno, que utilizó su talento para extender las posibilidades de la guerra y de la muerte. En efecto, no había mucha diferencia entre lo que allí percibí y cualquier museo de la tortura. Un catálogo repugnante de catapultas, acorazados, cañones, y otras creativas miserias… Cada uno de esos estudios es una especie de umbral a la Dimensión de los Eviscerados.
El hombre es el humano hombre. Aquellos que tratan de encontrar en Da Vinci una quintaesencia de lo más alto del espíritu de la especie, se equivocan, y en el fondo merecen su ignorancia.
No menos equivocados están los otros. La otra vez escuché a un predicador hablar en la radio sobre el humanismo. Sus palabras eran patéticas, peligrosas, sumamente oscuras. Me pregunto: ¿qué pasaría si las máquinas de guerra de Da Vinci llegasen a las manos de este predicador demente?
Salí del museo, medio pasmado. Caminé por la calles de Nápoles. Sin saber cómo llegué al puerto en sí. Me senté, frente a los barcos majestuosos y oxidados. Hasta me dieron ganas de pintarlos.
(Columna publicada el 1 de junio de 2006.)
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