El Juicio Final
Se acerca la Semana Santa y es como si se acercase el Juicio Final. Me refiero al Juicio Final de Nuestras Anatomías.
O sea que se está acercando el momento en que la mirada de ese Dios implacable y celoso –con rostro de espejo– decidirá que no merecemos el cielo por causa de nuestro catálogo de gorduras, celulitis, anorexias, deformidades, y horas no gastadas sabiamente en rinoplastia, pilates, anfetaminas, bypass gástrico, tratamiento láser, lifting radical onda Nip/Tuck.
Como en todo Juicio Final que se precie de serlo, van apareciendo un poco antes los profetas apocalípticos, llamándonos al buen obrar: gimnasios, prodigiosos planes dietéticos, métodos casi sobrenaturales (y a veces sobrenaturales) contra la obesidad, nutricionistas con planta de mercenarios cazarrecompensas, en fin.
Y como en toda Teología que se precie de serlo, hay un montón de pecadores que cada año pierden el examen. Algunos lo toman con humor, pero otros empiezan a dar síntomas de locura, y en lugar de meterse a la piscina, se meten a su propia piscina de vergüenza y acomplejamiento hasta quedar visiblemente tocados de la cabeza. En la crisis de frustración, se zampan galones de helado de galleta, preferentemente de Pops, alejándose más y más de la semejanza original con el creator mundi, que como se sabe tiene 1.90, implantes, y videos suyos de carácter pornográfico circulan en la web.
Cada vez que, lamentablemente, me toca ser testigo de esa cruzada endemoniada y obsesiva del ser humano por verse bien (y a la cuál a veces no escapo) me recuerdo de la frase final de una carta de Antonin Artaud, el gran poeta de la (auténtica, y no la nuestra de pacotilla) angustia fisiológica, a Jacques Rivière: “Ya he hablado suficiente de mí y de mi obra por venir, no pido más que sentir mi cerebro”.
(Columna publicada el 30 de marzo de 2006.)
O sea que se está acercando el momento en que la mirada de ese Dios implacable y celoso –con rostro de espejo– decidirá que no merecemos el cielo por causa de nuestro catálogo de gorduras, celulitis, anorexias, deformidades, y horas no gastadas sabiamente en rinoplastia, pilates, anfetaminas, bypass gástrico, tratamiento láser, lifting radical onda Nip/Tuck.
Como en todo Juicio Final que se precie de serlo, van apareciendo un poco antes los profetas apocalípticos, llamándonos al buen obrar: gimnasios, prodigiosos planes dietéticos, métodos casi sobrenaturales (y a veces sobrenaturales) contra la obesidad, nutricionistas con planta de mercenarios cazarrecompensas, en fin.
Y como en toda Teología que se precie de serlo, hay un montón de pecadores que cada año pierden el examen. Algunos lo toman con humor, pero otros empiezan a dar síntomas de locura, y en lugar de meterse a la piscina, se meten a su propia piscina de vergüenza y acomplejamiento hasta quedar visiblemente tocados de la cabeza. En la crisis de frustración, se zampan galones de helado de galleta, preferentemente de Pops, alejándose más y más de la semejanza original con el creator mundi, que como se sabe tiene 1.90, implantes, y videos suyos de carácter pornográfico circulan en la web.
Cada vez que, lamentablemente, me toca ser testigo de esa cruzada endemoniada y obsesiva del ser humano por verse bien (y a la cuál a veces no escapo) me recuerdo de la frase final de una carta de Antonin Artaud, el gran poeta de la (auténtica, y no la nuestra de pacotilla) angustia fisiológica, a Jacques Rivière: “Ya he hablado suficiente de mí y de mi obra por venir, no pido más que sentir mi cerebro”.
(Columna publicada el 30 de marzo de 2006.)
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