El chivo expiatorio
El sábado antepasado me asaltaron. Caminaba por la pasarela que va a dar al zoológico, sobre el bulevar Liberación, y aparecieron dos tipos, uno de ellos con un machete corto pero respetable, y se llevaron lo que llevaba.
Antes había utilizado esa pasarela múltiples veces, con regularidad, nunca me había pasado nada, ni se me había cruzado por la mente que me podía pasar algo.
Ahora he decidido que no voy a volver a usarla. Así es como además de robarme lo que llevaba conmigo, esos ladrones me robaron un trozo de la ciudad. Los ladrones te van despojando de rincones, de calles, de barrios, de avenidas enteras.
El asunto es que volví a mi casa, y llamé a la policía. No es que me atravesó la esperanza de recuperar mis pertenencias, pero me pareció lógico advertirles que en esa pasarela estaban asaltando. Me preguntaron si los ladrones eran mareros. No, respondí, no me pareció que fueran mareros. Días más tarde, le relaté mi experiencia a un amigo, y me preguntó lo mismo, si mis asaltantes eran mareros.
Hago mención de esto, porque me doy cuenta que en general en Guatemala y posiblemente en Centroamérica estamos estigmatizando a los mareros mucho más de la cuenta, y los estamos responsabilizando de exactamente todos los crímenes de la ciudad, lo cuál, aparte de no ser objetivo, no sirve para nada, salvo para darle un rostro concreto a un temor muy abstracto. Necesitamos un chivo expiatorio con rasgos definidos y revisables para sentir que tenemos un poco más de control sobre una situación cada vez más nebulosa. Los mareros serán muchas cosas, pero no se esconden (a diferencia de muchos genuinos criminales de nuestro dirigencia política y económica): al contrario, hacen todo lo que está en sus manos para hacerse ver; la sociedad se aprovecha de ello.
(Columna publicada el 26 de agosto de 2004.)
Antes había utilizado esa pasarela múltiples veces, con regularidad, nunca me había pasado nada, ni se me había cruzado por la mente que me podía pasar algo.
Ahora he decidido que no voy a volver a usarla. Así es como además de robarme lo que llevaba conmigo, esos ladrones me robaron un trozo de la ciudad. Los ladrones te van despojando de rincones, de calles, de barrios, de avenidas enteras.
El asunto es que volví a mi casa, y llamé a la policía. No es que me atravesó la esperanza de recuperar mis pertenencias, pero me pareció lógico advertirles que en esa pasarela estaban asaltando. Me preguntaron si los ladrones eran mareros. No, respondí, no me pareció que fueran mareros. Días más tarde, le relaté mi experiencia a un amigo, y me preguntó lo mismo, si mis asaltantes eran mareros.
Hago mención de esto, porque me doy cuenta que en general en Guatemala y posiblemente en Centroamérica estamos estigmatizando a los mareros mucho más de la cuenta, y los estamos responsabilizando de exactamente todos los crímenes de la ciudad, lo cuál, aparte de no ser objetivo, no sirve para nada, salvo para darle un rostro concreto a un temor muy abstracto. Necesitamos un chivo expiatorio con rasgos definidos y revisables para sentir que tenemos un poco más de control sobre una situación cada vez más nebulosa. Los mareros serán muchas cosas, pero no se esconden (a diferencia de muchos genuinos criminales de nuestro dirigencia política y económica): al contrario, hacen todo lo que está en sus manos para hacerse ver; la sociedad se aprovecha de ello.
(Columna publicada el 26 de agosto de 2004.)
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