Creolina
Con ánimo de hablar también sobre la violencia, escribo esta crónica. Desconfío cuando todo el periodismo local se pone de acuerdo sobre un tema. Y sin embargo, es un tema real.
La semana pasada me invitó un amigo a que lo acompañase a “La Línea”. “La Línea”, ustedes saben, esa franja o sucesión de cuartos mínimos en dónde las “trabajadoras del sexo”, como se les llama ahora, con cierta corrección política, agencian polvos a precios accesibles a la comunidad fornicadora, a un lado de los rieles ferroviarios. Por lo menos, a los que se atreven, pues están los otros, los mirones, adosados a las paredes, se limitan a ver las vastas carnes de las meretrices, se limitan a copular mentalmente, se limitan a ponerse ansiosos. Esto es muy local, no creo que exista cosa semejante en otro rincón del mundo. Difícilmente en Francia exista un lugar en donde las prostitutas esperan su cliente mientras ven pasar el TGV.
Mi amigo me invitó a ir a “La Línea”, no a aparearme, sino a hablar con estas damas, y resulta que son damas increíbles, profundas, honorables. En ese momento pasó una señora haciendo colecta por todos los cuartos. “La semana anterior asesinaron a un transvesti, en una pensión”, me puntualiza mi conocido. “Ahorita mismo lo están velando”, agrega. Y para eso la colecta.
Fui al cuartito en dónde lo velaban. Los adornos religiosos. La caja mortuoria. En realidad tuvieron que usar doble caja, por al olor. Lo/la mataron el miércoles, pero no descubrieron el cuerpo sino hasta el domingo. Ahora estábamos a martes. Entré: habían dos niños. El olor característico de la creolina –como creo le llaman– anegaba el cuarto. Y en los cuartos contiguos, las que todavía estaban vivas seguían trabándose con hombres discretos o peligrosos. Más que nada peligrosos. ¿Es que nadie las piensa defender?
(Columna publicada el 15 de julio de 2004.)
La semana pasada me invitó un amigo a que lo acompañase a “La Línea”. “La Línea”, ustedes saben, esa franja o sucesión de cuartos mínimos en dónde las “trabajadoras del sexo”, como se les llama ahora, con cierta corrección política, agencian polvos a precios accesibles a la comunidad fornicadora, a un lado de los rieles ferroviarios. Por lo menos, a los que se atreven, pues están los otros, los mirones, adosados a las paredes, se limitan a ver las vastas carnes de las meretrices, se limitan a copular mentalmente, se limitan a ponerse ansiosos. Esto es muy local, no creo que exista cosa semejante en otro rincón del mundo. Difícilmente en Francia exista un lugar en donde las prostitutas esperan su cliente mientras ven pasar el TGV.
Mi amigo me invitó a ir a “La Línea”, no a aparearme, sino a hablar con estas damas, y resulta que son damas increíbles, profundas, honorables. En ese momento pasó una señora haciendo colecta por todos los cuartos. “La semana anterior asesinaron a un transvesti, en una pensión”, me puntualiza mi conocido. “Ahorita mismo lo están velando”, agrega. Y para eso la colecta.
Fui al cuartito en dónde lo velaban. Los adornos religiosos. La caja mortuoria. En realidad tuvieron que usar doble caja, por al olor. Lo/la mataron el miércoles, pero no descubrieron el cuerpo sino hasta el domingo. Ahora estábamos a martes. Entré: habían dos niños. El olor característico de la creolina –como creo le llaman– anegaba el cuarto. Y en los cuartos contiguos, las que todavía estaban vivas seguían trabándose con hombres discretos o peligrosos. Más que nada peligrosos. ¿Es que nadie las piensa defender?
(Columna publicada el 15 de julio de 2004.)
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