Balada del hombre que lee (I)
Nunca. En todo caso me arrepentiré de las mil preferidas cosas, de los abrazos y algunas batallas, y me arrepentiré antes del universo, pero de haber leído nunca, antes muerto. Claro, lamento haber abierto un libro tal, conocido a un autor determinado, pero mío será siempre -yo brindo, yo rezo por ello- el acto tan endemoniadamente vital de leer. Leer, eso, es un acto vital, conjugado con la vida, con sus misterios y sus decisiones.
¿En qué consiste esa vida que es la vida del lector? Para contestar es preciso escindir: existen dos tipos de lectores. El primero, el superficial, el de pacotilla, aquel que lee con el mero objetivo de entretenerse, el que aprovecha que está en la playa para divagar con un párrafo (el acto de leer, en su mente, es un acto tranquilizante, una deferencia consigo mismo, confort y espectáculo, en suma). Este lector es generalmente producto del empacho editorial, y no pasa de Vargas Llosa. Con alguna frecuencia lo mueve a leer la culpa de no leer. Los hay, no miento: se recriminan por no leer lo suficiente y por eso, a veces, leen -como si se tratase de alguna vaga asignación. Con tres novelas al año tranquilizan su mala conciencia.
(O se lee o no se lee. No sabría decir qué es más repugnante: una persona que -teniendo las posibilidades de hacerlo- no lee, o una persona que lee así, a medias.)
Están los otros lectores, los de a de veras, los que se sumergen en un libro para encontrar respuestas, para calmar un demonio, para hacerlo gritar. No leen porque deberían de leer, sino porque no les queda de otra, por magnetismo inefable, bibliomancia. Leer es ya un procedimiento espiritual. No digo, nada de eso, que hay que negarse el placer de la lectura pero honestamente recorrer un libro sin pretensiones vitales es como un polvito sin cariño, talvez bueno, a veces mejor, pero como dicen vacío.
Borges observa en su ensayo Del culto de los libros: "El maestro elige al discípulo, pero el libro no elige a sus lectores, que pueden ser malvados o estúpidos".
O estúpidos malvados, que son los más, que son los peores. Los peores lectores. Decía Cardoza que no tenía una biblioteca sino que tenía libros. Entre una cosa y la otra hay una diferencia abismal. El que no lo entienda es que no ha leído lo que conviene.
(Columna publicada el 30 de octubre, presumiblemente de 2002.)
¿En qué consiste esa vida que es la vida del lector? Para contestar es preciso escindir: existen dos tipos de lectores. El primero, el superficial, el de pacotilla, aquel que lee con el mero objetivo de entretenerse, el que aprovecha que está en la playa para divagar con un párrafo (el acto de leer, en su mente, es un acto tranquilizante, una deferencia consigo mismo, confort y espectáculo, en suma). Este lector es generalmente producto del empacho editorial, y no pasa de Vargas Llosa. Con alguna frecuencia lo mueve a leer la culpa de no leer. Los hay, no miento: se recriminan por no leer lo suficiente y por eso, a veces, leen -como si se tratase de alguna vaga asignación. Con tres novelas al año tranquilizan su mala conciencia.
(O se lee o no se lee. No sabría decir qué es más repugnante: una persona que -teniendo las posibilidades de hacerlo- no lee, o una persona que lee así, a medias.)
Están los otros lectores, los de a de veras, los que se sumergen en un libro para encontrar respuestas, para calmar un demonio, para hacerlo gritar. No leen porque deberían de leer, sino porque no les queda de otra, por magnetismo inefable, bibliomancia. Leer es ya un procedimiento espiritual. No digo, nada de eso, que hay que negarse el placer de la lectura pero honestamente recorrer un libro sin pretensiones vitales es como un polvito sin cariño, talvez bueno, a veces mejor, pero como dicen vacío.
Borges observa en su ensayo Del culto de los libros: "El maestro elige al discípulo, pero el libro no elige a sus lectores, que pueden ser malvados o estúpidos".
O estúpidos malvados, que son los más, que son los peores. Los peores lectores. Decía Cardoza que no tenía una biblioteca sino que tenía libros. Entre una cosa y la otra hay una diferencia abismal. El que no lo entienda es que no ha leído lo que conviene.
(Columna publicada el 30 de octubre, presumiblemente de 2002.)
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