Viento y moda
En la religión (o en la moral, en el altruismo, en todo movimiento que reposa en la fe) no existe el absurdo: existe el mal, o el deseo, o la trasgresión, o la indiferencia, pero no el absurdo, porque desde el momento en que la religión acepta el absurdo, cesa de ser religión. En la ciencia tampoco existe el absurdo, o existe solamente como antesala a un orden probable, en todo caso deseable. La unidad científica es incompleta por naturaleza, y basa todo su propósito en su carencia de absoluto, pero se da por sentado que ese absoluto –íntima ilusión científica– existe allá afuera, como una realidad aprehensible, y traducible a leyes. Son leyes que aún están por descubrir, lo cual equivale a decir que la ciencia es optimista.
¿Se puede hablar de una unidad cultural que lo postule y adhiera todo: religión, ciencia, arte y demás? Desde luego, pero ello no quiere decir nada. La unidad cultural no es sino un cuerpo de contradicciones. Está allí apenas como la materia: cercana a veces, a veces impersonal. Un conjunto, un repertorio, un hábil muestrario, de importancia extrema, cómo negarlo, pero bajo ninguna suerte maleable: podemos reorganizar un río, incluso un lago, difícilmente el mar. La cultura sólo es plausible en términos de vida, no de obra. Nadie en sus cabales pretenderá utilizar el espasmo entero de la civilización para sublimarse, sin sentirse de antemano excedido, trepanado y traspasado. Aquel que pretenda dominar la cultura, o pretenda solamente entenderla, hará de sí mismo un desquiciado. La cultura no sirve ni como orden ni como absurdo, o es un absurdo inoperante. A menos, por supuesto, que yo decida engañarme, y tomar un exclusivo ángulo de la cultura, lo cuál es distinto. Por ejemplo, puedo hacer una filosofía de la cultura, pero será para siempre eso y nada más: filosofía, otra forma de legislar la realidad, viento, moda.
(Columna publicada el 6 de noviembre de 2003.)
¿Se puede hablar de una unidad cultural que lo postule y adhiera todo: religión, ciencia, arte y demás? Desde luego, pero ello no quiere decir nada. La unidad cultural no es sino un cuerpo de contradicciones. Está allí apenas como la materia: cercana a veces, a veces impersonal. Un conjunto, un repertorio, un hábil muestrario, de importancia extrema, cómo negarlo, pero bajo ninguna suerte maleable: podemos reorganizar un río, incluso un lago, difícilmente el mar. La cultura sólo es plausible en términos de vida, no de obra. Nadie en sus cabales pretenderá utilizar el espasmo entero de la civilización para sublimarse, sin sentirse de antemano excedido, trepanado y traspasado. Aquel que pretenda dominar la cultura, o pretenda solamente entenderla, hará de sí mismo un desquiciado. La cultura no sirve ni como orden ni como absurdo, o es un absurdo inoperante. A menos, por supuesto, que yo decida engañarme, y tomar un exclusivo ángulo de la cultura, lo cuál es distinto. Por ejemplo, puedo hacer una filosofía de la cultura, pero será para siempre eso y nada más: filosofía, otra forma de legislar la realidad, viento, moda.
(Columna publicada el 6 de noviembre de 2003.)
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