Mixiones (VIII)
El raptus. A estas alturas, ¿dónde obtendremos la premura, el atisbo, la fascinación? ¿Y cómo reunir los jirones, y rehacer la estatua? La emoción exige su propia tecnología. Una tecnología que es preciso inventar cada día, como todas las tecnologías. Antes, yo era un ser lactante, para escribir diez páginas me bastaba observar una hormiga. Ahora nos damos cuenta que una hormiga es sólo eso: una hormiga: hemos descubierto la malevolencia del mundo: el mundo es plano y superficial. Urge que nos volvamos entes en ese caso tecnológicos.
Tienda de conveniencia. D camina unas cuadras. Entra a la tienda, contigua y luminosa, luminosa en comparación con la calle oscura, aunque igual de vacía. Los productos se abroquelan detrás de otros productos. No hay nadie. O sí: hay un cuerpo detrás del mostrador. Pero D no puede verlo.
El cuerpo. Tener un cuerpo significa sentirse reprochado. Y es el mayor reproche de todos. Nuestra moral, la moral, no es sino un vago fantasma de este reproche prístino y espontáneo. El cuerpo es el límite del sentido; del otro lado del cuerpo –que es decir en el cuerpo mismo– está lo irracional. Y por eso es que somos más humanos en tanto que somos físicos, experiencia por lo demás exclusiva del ser humano. Pues el cuerpo es la conciencia del cuerpo, la íntima conciencia, la gramática estrecha que vivimos a diario en cada poro. Terciopelo y crisis, pan y fiebre. Al final, le debemos cuentas sólo al cuerpo.
El genio. Confío en que los hombres grandes, los hombres que se levantan por encima de los espejos, podrán en todo momento, en cualquier incontable minuto, prestarme su nerviosa predilección por lo breve y lo vasto, y yo pueda entonces entender. De esa confianza está hecha mi propia inteligencia.
Homicida. De lo inorgánico nace mi ser, de lo muerto asciendo, de mi asesino emerjo.
(Columna publicada el 11 de diciembre de 2003.)
Tienda de conveniencia. D camina unas cuadras. Entra a la tienda, contigua y luminosa, luminosa en comparación con la calle oscura, aunque igual de vacía. Los productos se abroquelan detrás de otros productos. No hay nadie. O sí: hay un cuerpo detrás del mostrador. Pero D no puede verlo.
El cuerpo. Tener un cuerpo significa sentirse reprochado. Y es el mayor reproche de todos. Nuestra moral, la moral, no es sino un vago fantasma de este reproche prístino y espontáneo. El cuerpo es el límite del sentido; del otro lado del cuerpo –que es decir en el cuerpo mismo– está lo irracional. Y por eso es que somos más humanos en tanto que somos físicos, experiencia por lo demás exclusiva del ser humano. Pues el cuerpo es la conciencia del cuerpo, la íntima conciencia, la gramática estrecha que vivimos a diario en cada poro. Terciopelo y crisis, pan y fiebre. Al final, le debemos cuentas sólo al cuerpo.
El genio. Confío en que los hombres grandes, los hombres que se levantan por encima de los espejos, podrán en todo momento, en cualquier incontable minuto, prestarme su nerviosa predilección por lo breve y lo vasto, y yo pueda entonces entender. De esa confianza está hecha mi propia inteligencia.
Homicida. De lo inorgánico nace mi ser, de lo muerto asciendo, de mi asesino emerjo.
(Columna publicada el 11 de diciembre de 2003.)
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