Mixiones (X)
Saint-Exupéry. He ido a ver el cuerpo de Saint-Exupéry, en exhibición. Por las calles del centro hasta llegar al Palacio de la Cultura. Y en verdad que parecía santo, el escritor.
Saint-Exupéry fosforece en su sala. Pasan los niños comiendo algodón. Alguno lo toca, y precisa:
–Está caliente.
–Shh, no toque –le dice la mamá.
Después de pagar cinco quetzales, he pasado por los fríos corredores del Palacio de la Cultura, un Palacio de la Cultura que ha pobremente intentado sanar su imagen de monumento de sangre. En este lugar se han fraguado conspiraciones, aquí hombres han diseñado el odio. Un odio silencioso, un odio de cúpulas de poder. En salas reconcentradas, con argumentos letales, sucesiones de militares han concebido la muerte. Sustituir una alegoría tan cruel –alegoría del poder y la asolación– por otra ya optimista y recibidora es sin duda una tarea de intelectuales, no de meros funcionarios. Los muros todavía callan.
A Saint-Exupéry le debe estar haciendo daño su permanencia en este lugar, pues según me cuenta la señora que cobra a la entrada, el cuerpo ya no está como estaba.
–Lo hubiera visto cuando entró, allí sí estaba galán. Lueguito se empezó a descomponer...
Con todo, el cuerpo me ha sorprendido. Me gustaría robármelo, y tenerlo en casa. Algunas señoras gordas y populares han venido, y pensando que era santo en serio, le han puesto candelas y ofrendas. Me inclino, le beso la mano. Y después le escupo, en violento
desacato.
Un verdadero homenaje.
Ocupado. Tengo tanto por hacer aún, millones de proyectos que me asedian y fabriles exigen mi atención, vociferan como en una sesión plenaria. Tengo miedo de morir, pues morir es quedarse truncado, es no hacer más cosas, es dejar de crear. Cada hombre tiene derecho a un capricho –ni uno más ni uno menos. Éste es el mío.
(Columna publicada el 25 de diciembre de 2003.)
Saint-Exupéry fosforece en su sala. Pasan los niños comiendo algodón. Alguno lo toca, y precisa:
–Está caliente.
–Shh, no toque –le dice la mamá.
Después de pagar cinco quetzales, he pasado por los fríos corredores del Palacio de la Cultura, un Palacio de la Cultura que ha pobremente intentado sanar su imagen de monumento de sangre. En este lugar se han fraguado conspiraciones, aquí hombres han diseñado el odio. Un odio silencioso, un odio de cúpulas de poder. En salas reconcentradas, con argumentos letales, sucesiones de militares han concebido la muerte. Sustituir una alegoría tan cruel –alegoría del poder y la asolación– por otra ya optimista y recibidora es sin duda una tarea de intelectuales, no de meros funcionarios. Los muros todavía callan.
A Saint-Exupéry le debe estar haciendo daño su permanencia en este lugar, pues según me cuenta la señora que cobra a la entrada, el cuerpo ya no está como estaba.
–Lo hubiera visto cuando entró, allí sí estaba galán. Lueguito se empezó a descomponer...
Con todo, el cuerpo me ha sorprendido. Me gustaría robármelo, y tenerlo en casa. Algunas señoras gordas y populares han venido, y pensando que era santo en serio, le han puesto candelas y ofrendas. Me inclino, le beso la mano. Y después le escupo, en violento
desacato.
Un verdadero homenaje.
Ocupado. Tengo tanto por hacer aún, millones de proyectos que me asedian y fabriles exigen mi atención, vociferan como en una sesión plenaria. Tengo miedo de morir, pues morir es quedarse truncado, es no hacer más cosas, es dejar de crear. Cada hombre tiene derecho a un capricho –ni uno más ni uno menos. Éste es el mío.
(Columna publicada el 25 de diciembre de 2003.)
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