Mixiones (IX)
El caminante. ¿Quién hubiese dicho que yo me volvería un caminante? En mi primera adolescencia caminé muchísimo, por razones de transporte sobre todo. Me sirvió para fraguarme una sensibilidad, pues cuando se camina se piensa –es mi caso, al menos. Caminar no sólo sirve para oxigenar el cuerpo, asimismo sirve para oxigenar el caviar de las neuronas, hoy tan pocas. Las neuronas se desbandan como pájaros urgentes.
Claro: algunos caminan así nomás, puro ejercicio, pura mecanografía. Soporto mal a esos caminantes que marchan de modo hacendoso y deportivo. Son, las suyas, caminatas baldías, sin pulso espiritual, y eso no me interesa. Por eso, por no buscar paseos inteligentes, es que estas personas circulan como simios en Adidas.
Antes caminaba y leía al mismo tiempo. Me tropezaba con todos, torpe. Pero eso se va afinando, y luego, si uno toma siempre la misma ruta, deja del todo de ser un problema. Las aceras, las gradas, las irregularidades del camino se tornan familiares. Mis mejores lecturas las hice caminando.
Escribir bien. La mejor arma de un escritor es una baja autoestima. Pero esta cualidad no es de sí suficiente: debe acompañarse de un genuino asco hacia cualquier manifestación de cursilería, un verdadero desdén hacia la latitud y el lugar común.
Discriminación. Me saluda con efusión un portero: piensa que soy extranjero. Cuando se da cuenta de su error, se decepciona. Son todos unos alienados. He aprendido, he intuido lo que es ser distinto en este país. Las miradas me convierten en algo extraño, rubio, mirable.
Luz. Decir las cosas para librarse de ellas. Pero no sólo decirlas, ojo, sino decirlas del modo más decisivo y terminante: la escritura es una experiencia iniciática.
La diáspora. Pequeñas estructuras, cuartos cerrados, feudos de realidad. ¿Cuántos ambientes hay en el mundo?
(Columna publicada el 18 de diciembre de 2003.)
Claro: algunos caminan así nomás, puro ejercicio, pura mecanografía. Soporto mal a esos caminantes que marchan de modo hacendoso y deportivo. Son, las suyas, caminatas baldías, sin pulso espiritual, y eso no me interesa. Por eso, por no buscar paseos inteligentes, es que estas personas circulan como simios en Adidas.
Antes caminaba y leía al mismo tiempo. Me tropezaba con todos, torpe. Pero eso se va afinando, y luego, si uno toma siempre la misma ruta, deja del todo de ser un problema. Las aceras, las gradas, las irregularidades del camino se tornan familiares. Mis mejores lecturas las hice caminando.
Escribir bien. La mejor arma de un escritor es una baja autoestima. Pero esta cualidad no es de sí suficiente: debe acompañarse de un genuino asco hacia cualquier manifestación de cursilería, un verdadero desdén hacia la latitud y el lugar común.
Discriminación. Me saluda con efusión un portero: piensa que soy extranjero. Cuando se da cuenta de su error, se decepciona. Son todos unos alienados. He aprendido, he intuido lo que es ser distinto en este país. Las miradas me convierten en algo extraño, rubio, mirable.
Luz. Decir las cosas para librarse de ellas. Pero no sólo decirlas, ojo, sino decirlas del modo más decisivo y terminante: la escritura es una experiencia iniciática.
La diáspora. Pequeñas estructuras, cuartos cerrados, feudos de realidad. ¿Cuántos ambientes hay en el mundo?
(Columna publicada el 18 de diciembre de 2003.)
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