Orbital
Hay un lujo y es el lujo de no moverse. Hay un lujo y es el lujo de ser siempre de donde mismo. Me refiero al lujo de pertenecer.
En la era de la hiperinmigración, el sedentarismo es el último privilegio. Personas como yo, que tienen un hogar fijo y estable, es porque se sacaron la lotería. Los demás han de seguir caminando, desplazados por la necesidad, por la guerra, por la depredación política, la milicia religiosa, la violencia, por la degradación ecológica.
Al final incluso nosotros los estacionarios terminaremos formando parte de esta diáspora salvaje, de esta sed sin centro, de esta difusión venérea. Para ese entonces estaremos en desventaja por ignorar la mayor inteligencia de sobrevivencia que pueda existir en un mundo líquido: el movimiento.
Pero no es de nosotros los sedentarios de quienes quiero aquí hablar, sino por el contrario de los migrantes, en particular de los migrantes centroamericanos que van en la llamada Caravana del Hambre, que saliera precisamente hace un mes. Algunos han llegado ya a Tijuana. Las cosas van a subir de temperatura.
La Caravana formaliza un nuevo tipo de configuración migracional: gregario, bíblico, legionario, mediático y nihilista. Hay en ella algo de nobilísimo, algo que por supuesto muchos apoyamos, pero a la vez es como si apoyásemos a unas reses en su camino al rastro. No solo por las condiciones de viaje, durísimas, y no meramente porque van a ser recibidos por soldados y patriotas –no exactamente con los brazos abiertos– sino además porque siguen expuestos a las sanguinarias cepas del crimen mexicano.
La semana pasada incluso se habló de un secuestro de unos cien migrantes por parte del cártel de los Zetas. Si sea cierto no lo sé, pero podría perfectamente serlo y en todo caso lo será en su momento, a su manera. Ciertamente lo ha sido en el pasado. Y uno imagina la imagen más o menos como ya la imaginara Julio Hernández en Te prometo anarquía: un levantón confuso, absurdo, horrible.
Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Estados Unidos, el alma mía. Tal podría ser la plegaria de estos nómadas, que vagarán durante cuarenta días, es decir cuarenta años, por un desierto sin Dios. Lo que no saben es que aún llegando a la Tierra Prometida (lo cual será complejo, por ponerlo tenue) tendrán que zafar bulto de ahí, eventualmente. Ellos o sus descendientes.
Me explico. El mundo es redondo y se quema por todos los costados (a veces literalmente: California). No hay a donde huir cuando se reside en un círculo, es lo que intento decir. Cierto que algunas partes del navío se están hundiendo más rápido que otras. Pero al final el armatoste se desvanecerá entero.
Esto es como uno de esos folk tales macabros en donde el personaje termina justo donde empezó, sin posibilidad de salida. La linealidad migrante del siglo XX, esa narrativa esperanzadora y ascensional, es algo que ya no existe y acaso nunca existió. Nuestro destino es orbital y por lo mismo está maldito.
(Buscando a Syd publicada el 15 de noviembre de 2018 en El Periódico.)
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