Esperas
Esperas.– Sigues esperando, por supuesto. Esperas, mientras ves los bueyes y las caravanas pasar, los fuegos arder, los monos tendidos, exánimes, a la orilla de la carretera. Entre dos esperas, esperas, mientras recuerdas cómo esperabas aquella vez. Es un hecho que tanta espera te curva, pero eso no te impide esperar. Será porque esperar es tu sueño y es tu destino. Porque eres como una espada, en su funda, esperando. Y porque a veces esperar no te hace feliz o desdichado. No siempre. Otras esperas, lo sabes, han sido como tempestades, como planos convulsos, ciegos, como toros desesperados y bárbaros que vienen a ti, irrevocables, y tú esperas, y es peligroso esperar. Lo cual nos lleva a lo siguiente: ¿qué esperas, realmente?, ¿qué esperan tus huesos, tus largos largos huesos esperantes? Nada, todo. El cometa, la rosa. El óxido. Una sílaba. Un paquete. Que el pueblo surja de sus cenizas. Que el de la película se quite, por fin, la máscara. Que te traigan el pescado que ordenaste. Seguirás esperando, en la mesa sola, porque tú eres el que espera, el centinela ante el huevo que también espera, algún día, ser ave, el que espera como espera el lampadario, el que espera algo, espera a alguien, el tren, cantando, y los centauros te acompañan en tu espera, y los buitres, que esperan que termines de esperar.
Restaurante.– El restaurante está vacío. Acaso siempre ha estado vacío. Es el restaurante al cual siempre has venido. Cuelgan esas viejas fotos y otras fotos más viejas, y afuera, en la calle, hay una sustancia llamada lluvia. No sabes dónde está el mesero, y si es cordial o no lo es. ¿Hay un mesero? Escribes en una servilleta unas palabras, hablo de esas palabras que ninguno leerá. El hecho de que estés aquí ratifica algo de ti que no estás dispuesto a compartir con nadie. Lo cual está muy bien. Como está bien no tener hambre (no es por el hambre que has venido). El ruido difuso de la cocina te basta, y la música como lejana que flota debajo del bombillo, que alumbra algo que se arrastra por debajo de las mesas, y que no sabes qué es. Tampoco sabes si ya pediste algo del menú, o si lo traerán a tiempo.
Tú, palacio.– Eres un león y piensas que eres uña, letra mínima, pez, pelo. Qué creencia más idiota, qué insomnio inútil. Todos usan un fósforo para intimidarte, cuando tú eres el fuego mismo. Tú, palacio, en una madriguera de miedo. He venido a recordarte tu nombre original.
Es hora de dormir.– Es hora de dormir. Por fin escanciar el contenido de esta copa quemada, deshacer el álgebra de las horas, con sus incontables puñales. Nada de eso retengo. Los he reunido esta tarde para anunciar a ustedes y a las estatuas (herederas de mi silencio) que ya soy propiedad de otro zoológico. Pronto el arquero arrojará la franca flecha. Mis entrañas están podridas.
Vivir sin gusto.– Como, pero nada tiene sabor. Los espárragos. Los helados. Tu vagina.
(Buscando a Syd publicada el 11 de octubre de 2018 en El Periódico.)
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