Zanate
Zanate.– En la ciudad reglamentada y caótica, hay zanates. Listas aves, los zanates. Buscan su sustento con un sentido de oportunidad, una velocidad urbana, un tino, un flow, que ya quisieran tenerlos idiotas de nuestros vecinos y nuestros congéneres. Esos pequeños lazarillos están pendientes de todo: los carros, la rumba de los peatones, la pequeña lluvia acariciando las banquetas, deshaciendo los once jeroglíficos, lavando la pezuña. Pues fíjense: sobre un árbol, hay uno, un zanate, despierto, negro, lucido. Lucido y negro, vigila un pedazo de pan –lejano ahora, pero ya suyo. Y espera. Espera que el hombre termine de matar al hombre (son tres disparos infinitos) en las calles alacranadas. Luego baja, calmamente, toma el pan, lo lleva a una tierna cornisa de un templo sin nombre, lejos de las ratas.
El grito.– A esos pequeños epígonos, tan pequeños y tan tuyos, tendrías que llevarlos al patio, en la mañana,y quemarles a todos el pico, con un soplete, para que produzcan un grito ya de ellos, propio, incontenible, verdadero: un grito que nadie nunca pueda copiarles.
El maestro zen.– Nada: el maestro zen está otra vez borracho, y amenaza con cortar el cuello de unos de sus estudiantes. En la mirada del maestro zen hay un fuego que es a la vez risa y batalla. Al final, logran apaciguarlo, y suelta al estudiante. Se va quedando dormido sobre el zafu. El maestro zen está en todo.
Un cuento.– La viva imagen de tu madre, dijo ella sin malas intenciones. Y yo pensé en la casa en donde mi madre había vivido, la vieja casa decrépita que, si tuviera los medios, botaría, y que no había visitado en tantos años justos y contados. Por cierto, no puedo expresar el mucho asco que me dio que me dijera eso, debió haberlo notado pues se despidió con cierta prisa, y para mientras yo recordaba a mi madre fornicando inequívoca, desdeñosa en la mesa del comedor, con alguien que no era pues mi padre. También recordé que tenía un galón de gasolina en el garaje.
La sirena llama.– Deja que el agua te sorba, hermoso. ¿No estás cansado ya de vivir en ciudades que son basurales? ¿De traficar máscaras cada eterna medianoche? No hay monstruos aquí abajo, no krakens. Puedes deshacerte de todos tus pedernales. Serás acogido por mis amigas sutiles. Toca mi húmedo pezón.
La sed de la bruma.– Hay un pueblo. Se llega a él por medio de sinuosas carreteras, y túneles tercos. Es un pueblo de vivos pero sobre todo de fallecidos, de sustraídos, de ausentes. Eso quiere decir que estás tomando un café en la plaza con alguien y no sabes si su carne es carne, y si le podrás hacer el amor, más tarde. Riesgo es enamorarte de un muerto o muerta, porque entonces estarás condenado a buscarlo por las callejas de piedra, en la sed de la bruma, y eventualmente terminarás arrojándote de uno de los puentes, por donde giran las anchas ruedas de las carretas vacías, cruzando la noche sin pies. Triste, porque ahora serán dos los muertos buscando.
No es para tanto.– Vamos, no llores. No es para tanto. Es solo un dedo. Es seguro que tu mujer lo guardará cuando lo reciba.
(Buscando a Syd publicada el 12 de julio de 2018 en El Periódico.)
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