Milanesa (1)
El otro día me comí una milanesa. Para muchos no quiere decir mucho, pero para mí es un gran rollo. Lo es porque soy vegetariano. Y soy vegetariano por razones animalistas. No les voy a dar aquí el repaso Okja, pero tal es básicamente mi stand moral. Por ende, en mi caso significa una gran caída ética –una culerada, en corto– el comer carne, especialmente por placer, y más después de todo lo que he venido pontificando sobre el tema. Por mi forma de ser (Uno en el eneagrama) doy mucha importancia a este asunto, como veremos complicado, de la integridad.
A la vez me he
ido relajando, porque me he dado cuenta de cómo el poder moral es susceptible
de degenerar en moralismo, dogmatismo, santurronería. Cosa que hemos visto
mucha en el país, últimamente, con la emergencia de los califatos pluralistas y
los héroes institucionales y ciudadanos, tan prístinos e inmaculados, tan
Incorruptos, pues. Yo desconfío un tanto de esos jergalistas y me consta que
muchos son como sepultos blanqueados.
Como yo, por
demás. Hechas las cuentas kármicas, nunca hemos de salir tan bien parados, como
a veces pretendemos. Sea porque colaboramos activamente con alguna forma de
transgresión, o por el hecho de formar parte de un sistema que es transgresor
en su globalidad y en su interdependencia, y del cual nadie, y digo nadie,
escapa. Si pudiéramos medir la huella de integridad como se mide la huella de
carbón, nos encontraríamos con cosas muy desagradables.
También ocurre
que a veces somos muy virtuosos para unas cosas y muy ruines para otras. Puede
que un individuo sea muy probo respecto a no robar, mientras engaña día y noche
a su esposa. Puede que mantenga un código feminista intachable, pero ignore el
trato y muerte que dan a los animales en los campos de concentración cárnicos. Puede
que sea un individuo con ciertos principios de llave y cerradura, pero sus
clientes o patrocinadores, de quienes recibe dinero, lo sean menos. Etc.
Nuestras
rupturas éticas no nos impiden evangelizar en Facebook como si no hubiera
mañana, acusando a los demás de deficientes morales. Lo cual impone una
pregunta: ¿qué tanto derecho tengo a pregonar tanta decencia, con semejante
joroba en mi espalda? Soy parte de una batería y ejército de incontables
fariseos que, atizados por las redes sociales y la opinión cultiparlista, van creando
una atmósfera insufrible e histerizada, en el país y en el planeta. Aunque no
tenemos muchas veces el contexto todo y la data entera, somos increíblemente
veloces en condenar al otro.
Lo cual es
cada vez más difícil, dado que las coordenadas morales han cambiado
notablemente. Nuestros antepasados nos dieron soluciones deontológicas solidas,
como hierro bruto. Con la modernidad muchas de esas soluciones fueron
ampliamente cuestionadas. Lo que llevó a pavimentar la carretera hacia el
pluralismo, con sus abruptas transvaloraciones. Hasta el punto que hoy abundan
zonas liminales, indeterminadas, flotantes, en donde ya no sabemos si algo –que
otrora fuera moralmente claro– es lícito o todo lo contrario.
(Buscando a Syd publicada el 24 de agosto
de 2017 en El Periódico.)
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