Cansado
Cada día estás más cansado. Es una cosa
muy seria esa de abrir los ojos, por la mañana, y sentir esa enfermedad
siniestra en el cuerpo: el cansancio.
La idea era amanecer radiante, abrir la
ventana, salir al jardín, si lo hubiera, y sentir las sílfides acariciarte la
piel y, acto seguido, hacer ejercicios, pues todo el mundo sabe que haciendo
ejercicios se llega al nirvana y se curan todas las enfermedades sociales…
Pero lo cierto es que cada día que pasa estás
más cansado, y tus uñas se están cayendo del cansancio, y es como decir que tus
dientes se están cayendo del cansancio, y el cansancio entonces te ablanda y te
endurece.
Hoy tampoco harás ejercicio.
Vas al baño, y observas en el espejo tu
rostro, tu rostro y sus arrugas como cicatrices, como costuras sin fuerza. Y te
bañas, pero no de forma viril, invulnerable, más bien catatónicamente. Ablución
debiera significar despertar, quitarse las modorras, los letargos de encima,
las breas del dormir, pero en este caso es como si el agua te fuera cubriendo
de una capa extra de fatiga, y te sientes como un loco en un manicomio, al cual
estuvieran limpiando sin su consentimiento, pero también sin su indignación.
Solo estás ahí, y mientras te enjabonas, inercialmente, te preguntas si el peso
del jabón en tu mano no terminará siendo como ese yunque que te hunda en el
lago–agotamiento, en la sopa–extenuación.
Cierras la llave del agua. ¿Podrás tú,
el ultra–cansado, vestirte, ahora? ¿Hay motivo para pensar que podrás ponerte
los calcetines? ¿Cabe siquiera pensar en la posibilidad de que te coloques el cincho?
Es como si hubieran agarrado tu cuerpo físico, y tu cuerpo pránico, todos tus
cuerpos, a batazos.
De alguna forma que no puede ser
calificada sino de milagrosa consigues ponerte la ropa, pero en cambio el
esfuerzo hace que te desmayes en el pasillo, al salir del baño.
¿Cuánto tiempo transcurre? Es muy
difícil saberlo. Por fin vuelves a la consciencia, y al principio no puedes ni
moverte, es como si estuvieras dentro de un traje de látex sumamente incómodo y
apretado. Con atroz dolor mueves tu dedo meñique, luego tu mano, luego un poco
el brazo, luego el otro.
Y ahora te arrastras a la cocina (y
pasas al lado de un antílope muerto, en la mitad de la sala) y cuando por fin
llegas a la cafetera, después de un esfuerzo inconmensurable, tomas la jeringa
y te inyectas el café.
El café te da la suficiente estamina
para salir a la terraza, si la hubiera, y observar la ciudad mortuoria,
sepultada ella también en consunción. Piensas en esos individuos que están
todavía más cansados que tú y que se levantaron más temprano que tu propia
persona para ir a cumplir con un trabajo que es más cansante que el tuyo. Uno
de esos individuos ahora mismo se encuentra en un bus y está rezando: rezando
porque un ladrón asalte el vehículo, y de paso le pegue un tiro, le quite ese maldito
cansancio.
Te pones triste por ese individuo, pero
no mucho, porque estás demasiado cansado para sentir compasión, y el día apenas
empieza.
(Buscando a Syd publicada el 30 de marzo
de 2017 en El Periódico.)
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