Barrancos
Barrancos nuestros y de nadie. Desde el
avión se ven barrancos que son hondas cicatrices, gargantas feroces, provocando
discontinuidades en la ciudad patibularia.
El barranco –tan parte de nuestro
imaginario arrabalesco– es el inconsciente mismo de la ciudad: lo otro de la
urbe, su lado misterioso, oscuro y mítico. En ese ensimismamiento, en ese
pliegue topográfico, hay una metáfora identitaria, y es una metáfora de abismo
y retorcimiento. Todo en nuestro país tiende a embarracarse, hundirse, rebelarse
hacia abajo.
De otra parte, los barrancos son
símbolos de vida, por tanta biodiversidad que resguardan, y que lamentablemente
está perdiéndose. Hay varias iniciativas –en el
dominio privado y público– que buscan devolver la dignidad ecológica y recreacional
a nuestros barrancos. De veras las celebro. Yo viví eso de barranquear
en mi infancia, en las vacaciones. Qué gozo fue aquello.
Claro, no podemos olvidar
que el barranquear es la clase aventajada yéndose a lo hondo y periférico, para
volver a la hora de la refac a comer galletas Oreo más vaso de leche. Los que
viven en los barrancos no barranquean. Vaya usted a hablarle a alguien que vive debajo de un
puente de parques ecológicos; le mirará con tristeza. Para estos sujetos
barranquear es que el agua les arranque la casa de lámina.
En estos
asentamientos hay vida rica y de barrio pero sobre todo peligro y marginalidad:
casas que no son casas, fractalizándose hasta el infinito, bestiabasura, senderillos
favelizantes, ya meandros de la droga y la delincuencia, y a menudo y abajo un óleo
muy fino que podría llamarse: “Ríachuelo mefítico con cadáver”.
(Columna publicada el 16 de
enero de 2013.)
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