Bradbury (2)
“En la rapidez
está la verdad”, dijo en Zen en el arte
de escribir, manual invaluable.
Ray Bradbury poseía
esa vitalidad indomable que cabalga y cabalga, dejando claridades y misterios
poéticos fulminantes. Por medio del ritmo narrativo espontáneo, Bradbury se
transformaba en una especie de médium de lo fantástico y la especulación
creativa y moral. Un veedor.
Semejante
urgencia no deterioraba sus cuentos sino por el contrario les daba una
perfección imprevisible, virtuosismo mutante que no descansa en la proporción o
equilibrio sino en algo más fundamental.
Sus cuentos no
son impecables en el sentido clásico de la palabra, pero siempre operan con
magia asertiva. Qué puntería. Escribió una multitud de ellos, no todos indestructibles,
pero vamos, casi todos, y no hay ninguno que no tenga ese don celular, esa
cualidad animada, animante.
Escribía con
urgencia (y escribía mucho, mucho, como loco, como enfermo) pero resolvía, acertaba: todo quedaba bien
coagulado en el texto. Bradbury era líquido de prosa, aunque nunca tanto como
para caer en una suerte de fatal incontinencia. Apostaba a la velocidad, sí;
pero no dejaba de observar las leyes narrativas. La manera en que corta los párrafos,
usa las cursivas, ingresa una elipsis, la majestuosidad toda de sus retóricas, cada frase saliendo
de sus dedos humeantes: una celebración del escribir sin truismos, sin familiaridades.
Su técnica y precisión es que no conocen rival.
Si usted
quiere aprender a escribir un cuento, entonces, por el amor de Dios, váyase de
una buena vez a leer a Bradbury.
(Columna
publicada el 21 de junio de 2012.)
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