Seguir trabajando
Y cuando digo trabajando, no quiero decirlo en el sentido limitado de exportar aguacates, atender llamados en un call center, o escribir digamos por encargo; sino de evolucionar, de trabar amistad con los registros más finos de la consciencia. Es la labor principal. El resto es secundario.
En lo que a mí respecta, estoy comenzando a sentirme bastante cómodo con este asunto fantástico que llaman vida. Sepan que me costó lo indecible llegar a tal estado de receptividad. Tardé varias décadas en reunir las condiciones mínimas para empezar a trabajar en mí mismo de una manera mínimamente seria. Sin embargo, el preámbulo era necesario: tenía que asegurarme que lo útil era realmente útil, y que lo inútil era realmente inútil. Es un trabajo que guarda no pocas similitudes con la anatomía patológica.
Y tuve que pasar –y sigo pasando– por la desilusión, el mejor fertilizante. No hay encanto sin desencanto. No me refiero a esa clase de desencanto sin credo, destructor, que produce toda clase de bloqueos y neurosis. Estoy señalando un desencanto de orden creativo, un fracaso genésico si quieren, que no se complace en solamente negar, sino de hecho busca las condiciones óptimas para que la vida fluya y se exprese: la inspiración, los recursos, las estructuras posibilitadoras. Una vez las condiciones de trabajo han sido encontradas, es cuestión de sostenerlas a toda costa. Y es cuestión de, bueno, trabajar. Por uno y por todos.
Estamos de acuerdo: siempre habrá alguna clase de cáncer caminando por la alfombra roja hacia el gran teatro de nuestras células (quizá vistiendo un Elie Saab o un Christian Dior). Una tragedia esperándonos, una mina antipersonal simbólica o literal, y no importa si eres un genio tipo Robert Capa, igual vas a volar en pedazos. El trabajo puede ser interrumpido en cualquier momento. Pero como yo lo veo, no hay en ello suficiente razón para dejar de trabajar.
(Columna publicada el 6 de enero de 2011.)
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