El mito y el deseo
La navidad es, a no dudarlo, la coartada más precisa de la sociedad del deseo. Esta celebración ha ido creciendo y creciendo a lo largo de los siglos hasta convertirse en una megaestructura que involucra y compromete todas las dimensiones del ser humano –desde lo material a lo teofánico– creando de esa cuenta un espectáculo total que nos magnetiza como la pluma al gato. La navidad es el mysterium tremendum et fascinans del sector consumo.
Nuestra economía, hecha a base de sensaciones, procura estimular permanentemente todos nuestros sentidos –libar, hartar, fornicar, nadar en cosas, el marasmo entero– pero la navidad propone además una aceleración o saturación excepcional. Desde el punto de vista biológico, no podríamos de ninguna manera sostener el overload crítico de información navideña durante un año entero sin caer en una especie de crisis nerviosa (aún con todo el esfuerzo que hacemos por ampliar nuestros umbrales de consumo). De allí que se reserve un momento significativo para esta gran orgía anual: ¿y cuál mejor corolario que la natividad?
Si funciona tan bien es porque mancuerna perfectamente un esquema religioso innegociable con el espíritu licencioso y posmoderno del mercado. Es una mezcla explosiva de lo mítico y lo profano, de lo inocente y lo sensual. En términos generales, el mercado funciona extremadamente bien en situaciones ritualizadas (el fin tanático del año–ciclo, la celebración del día de la madre–fertilidad, o el halloween que conecta el mundo de los vivos y los muertos), y es muy inteligente en tanto que sabe que toda experiencia mítica reclama de nosotros una especie de abandono, un abrirse a la renovación y lo sagrado, y es en tal apertura o espacio de desinhibición de lo ordinario en donde el mercado ingresa, como un caballo de Troya, o bien como uno de esos patógenos oportunistas que se introducen en el cuerpo en momentos de vulnerabilidad. Se infiere de todo esto que si queremos salvaguardar nuestros legados mágicos, hemos de separarlos de los jinetes del deseo.
(Columna publicada el 16 de diciembre e 2010.)
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