Circo Zócalo
Farragosas exaltaciones del Nuevo Mundo. En los setenta, le preguntaron a Zhou Enlai sobre el significado de la Revolución Francesa. Su respuesta fue simple: “Es demasiado pronto para saberlo”.
En cierto modo, celebrar el bicentenario con tanto aparato es un gesto de pretensión histórica, que ignora la escala humana de los acontecimientos, ya no digamos la planetaria o cósmica.
Pero lo peor de estas orgías gremiales es que dificultan el tránsito a una conciencia global madura.
A veces los guatemaltecos admiramos a nuestros vecinos por su fuerte sentido de identidad (inclusive hemos llevado el sempiterno y viril “¡Viva México cabrones!” a una versión local, descafeínada, pusilánime, teletonesca: “¡Viva Guate muchá!”). No se olvide que detrás de toda esa pasión nacional mexicana también hay un proyecto de encriptamiento político y partidista.
No se precisa renunciar ciegamente a la propia posición cultural –eso no puede ser bajo ningún concepto sano– sino más bien el asunto está en trabajar con sus aspectos oscuros, y de no congelarse en contenidos fijos. Nada tengo contra la tradición, hay que darle su lugar. El problema es cuando las referencias estancas –la Vírgen de Guadalupe, el mariachi, la Adelita o lo que sea– funcionan a modo de gárgolas símbolicas destinadas a defender y clausurar –canonizar– los límites de la identidad, y reenforzar el narcisismo clánico. (Un ejemplo en Guatemala es la peripatética canción “Orgulloso de ser chapín”.)
Inclusive los símbolos más frescos –cómo la máscara de lucha libre– o aquellos que llaman a la resistencia –el Sub– son rápidamente deglutidos e institucionalizados. Qué manera de poner a la cultura mexicana –tan veloz, tan rica, tan encefácila, tan creativa, mucho más que la nuestra– de rodillas.
(Columna publicada el 23 de septiembre de 2010.)
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