Altamira
De vez en cuando me toca ir a Ciudad Universitaria a resolver la gestión de un pago en los laberintos de la burocracia sancarlista. Es un proceso tan irreal que inclusive termina siendo bastante cómico.
Una cosa que me gusta es ponerme a contemplar a los y las estudiantes, que circulan como hormigas. Cualquier observador comprometido verá de hecho cómo dejan por los senderos del Campus Central un rastro bioquímico cuya función es guiarlos una y otra vez por los edificios hasta las diferentes aulas.
Luego observo fascinado los murales ideológicos, como si me encontrase delante de las cuevas de Altamira. Yo estudié en la Landívar, cuyas paredes no muralizadas siempre fueron en mi época de un color gris bastardo. Un color que iba a tono con el letargo general circundante: los estudiantes landivarianos carecían de ferocidad, hambre de cambio, nervio político, o liderazgo de cualquier índole. Cualquier ambiente que no se politiza lo suficiente está condenado a la parálisis.
Pero lo mismo puede decirse de los ambientes que están sobrepolitizados, como en la USAC. Todo exceso de energía política lleva también a una forma segura de estancamiento, a un colapso de las formas.
La última vez que fui a la USAC dejé como siempre mi carro en una de los sobrepoblados parqueos de Ciudad Universitaria. Después de negociar con la casta burocrática del lugar, de terminar mis observaciones mirmecológicas, y admirar el bastante fascinante arte rupestre de izquierda, decidí que ya era hora de irme, y volví al parqueo y me di cuenta que alguien había dejado arteramente su carro detrás del mío, en el acto dejándome bien pisado, en un fantástico gesto de macetez. Pero a lo mejor no era macetez sino simplemente algún miembro de la EPA ensayando la desobediencia civil. Ya no se sabe, a estas alturas.
(Columna publicada el 9 de septiembre de 2010.)
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