La Muerte Roja
El sábado se fue la luz en mi casa y en muchas casas.
Me puse a releer en el comedor un cuento del maestro Poe, a la luz de las velas. Afuera, la tormenta llevaba a cabo su brainstorming de relámpagos.
La Máscara de la Muerte Roja. Es el nombre del relato. Ustedes conocen la trama: la peste –o sea la Muerte Roja– asola el país del príncipe Próspero, que opta por recluirse en su castillo a vivir la dolce vita, junto a una corte narcotizada por la liviandad y el placer, de espaldas a la enfermedad.
El cuento relata una pomposa y extravagante fiesta de máscaras en donde los invitados ríen a lo largo de siete salones o cámaras, mientras afuera la peste extiende su territorio trágico.
Pero un extraño invitado se presenta en la fiesta. “Su figura era alta y delgada, y llevaba una mortaja desde la cabeza a los pies”. “Su mortaja estaba salpicada de sangre y su amplia frente, como todo su rostro, estaba manchada por el horror escarlata”.
Naturalmente, este invitado tan peculiar es la “Muerte Roja”. “Uno a uno cayeron los concurrentes en las salas de la fiesta y cada uno murió en la posición desesperada de su caída”.
Relato sobre el escapismo, La Máscara de la Muerte Roja describe puntualmente cómo es que huimos de la realidad y de nuestras responsabilidades soberanas.
En un sentido, Agatha es la Muerte Roja. Y al igual que el príncipe y su corte, hay quienes se fueron a encerrar a sus cámaras, ajenos a la tragedia del huracán, sin tan siquiera un pensamiento o plegaria de solidaridad. Sencillamente no conectaron con lo que estaba pasando a su alrededor. Se pusieron a ver ESPN. Se fueron a jugar FarmVille. Optaron por emborrachase. Se durmieron. Se volvieron a hundir en la cotidianidad.
Lo que Poe propone es que no importa qué tan refundido estés en tu casa en suburbia o en tu suburbia interior, la Muerte Roja sabrá encontrarte.
Siempre se paga un precio por no estar abierto al dolor del prójimo.
(Columna publicada el 3 de junio de 2010.)
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