El diario y el cordero
Ya he escrito antes sobre el diario personal (El diario o el anillo de Ouroboros), pero sobre el diario personal nunca se puede decir lo suficiente, parece.
Uno empieza a escribir un diario, y el diario lo termina escribiendo a uno. El diario informa cada uno de nuestros pensamientos y actos, reafirmándolos y simultáneamente refinándolos. No es lo mismo tomarse un vaso de leche, a secas, que tomarse un vaso de leche con la perspectiva de consignarlo más tarde como entrada en un cuaderno de bitácora. Lo que hace el diario es ampliar la intensidad de cada momento; básicamente nos enseña a poner atención, indicándonos que cualquier aspecto de nuestro universo es enmarcable y valioso. En el contexto documental de un diario, cada experiencia y cada contacto es potencialmente una experiencia cumbre. De allí que esta práctica sea por completo transformadora, media vez sea llevada con un grado de seriedad. Si es una práctica tan rica es porque nos obliga a generar en nosotros un testigo, y por tanto nos empuja a existir más allá de nosotros mismos, a metaexistir.
En caso fallemos en llevar al regazo del diario algo sublime y valioso seremos castigados por ello. Porque, entiéndanlo bien, uno es siempre juzgado por el propio diario. Cada entrada representa el mismísimo Día del Juicio. El escritor aquí es un pío personaje que ofrenda su existencia, que entrega su cotidianidad misma en holocausto al cuaderno o blog como un cordero aún vivo chorreando su sangre calientísima.
El diario también es una forma de darle un espíritu de unidad y síntesis a la caótica expresión disgregadora de la vida, recogiéndola en una matriz psicoverbal, una especie de logos latente. Cuando empecé a escribir, empecé escribiendo diarios. Los sigo, los seguiré escribiendo.
(Columna publicada el 17 de junio de 2010.)
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