Sin pedo en Pana
Si algún infeliz me hubiera asegurado el año pasado que: 1) en cuestión de meses ya no iba a poder nadar más en las aguas del lago, so pena de que una entidad toxicomutante celebrara quién sabe qué clase de aquelarre infeccioso en mi organismo; 2) y además que hordas de híspidos individuos iban a quemar patrullas y a achicharrar indeseables como marshmallows en la pinche Santander, yo no le habría creído.
Mentira. La verdad es que sí le habría creído. De hecho era lógico que ocurriese. De hecho siempre me había preguntado porque esa práctica tan sololateca de pulverizar cacos no había viajado los pocos cientos de metros que la mantenían apartada de las riberas del lago y se había asentado a sus anchas en las consciencias sensibles y paranoicas de los nativos –o nativos extranjeros– y no es para menos que fueran paranoicas si hasta los mareros ya andaban pergeñando su impuesto de guerra en los negocios, sicilianamente.
En mi tiempo de vivir en Pana, pude presenciar no pocas muestras de agresión, con lo cuál terminé de deshacerme de esa idea supersticiosa de que el lago es una especie de burbuja buena onda y afelpada en donde uno puede vivir sin pedo socializando con almas melodiosas hasta descubrir los secretos del Infinito.
En Pana hay una ira maldita, más bien. Y en el lago, miles de miles de personas viviendo como chuchos famélicos, y no se entiende cómo es que hay multimillonarios que llegan a sus casas buriladas, enormes, ajardinadas y patricias, sin tomarse la molestia de voltear a ver el nivel de vida de los verdaderos habitantes del área.
No, nada de lo que está ocurriendo me toma por sorpresa. En lo que respecta a la situación ecológica del lago, recuerdo cuando en las tardes me iba a caminar como insolvente a la playa pública y alrededores y me detenía a contemplar el embarcadero, y su desagüe contiguo a los ojos de todos, a ver cómo toda esa mierda gorgoteante civilizaba nuestro mejor enclave turístico. Sobre aviso no hay engaño.
(Columna publicada el 10 de diciembre de 2009.)
Mentira. La verdad es que sí le habría creído. De hecho era lógico que ocurriese. De hecho siempre me había preguntado porque esa práctica tan sololateca de pulverizar cacos no había viajado los pocos cientos de metros que la mantenían apartada de las riberas del lago y se había asentado a sus anchas en las consciencias sensibles y paranoicas de los nativos –o nativos extranjeros– y no es para menos que fueran paranoicas si hasta los mareros ya andaban pergeñando su impuesto de guerra en los negocios, sicilianamente.
En mi tiempo de vivir en Pana, pude presenciar no pocas muestras de agresión, con lo cuál terminé de deshacerme de esa idea supersticiosa de que el lago es una especie de burbuja buena onda y afelpada en donde uno puede vivir sin pedo socializando con almas melodiosas hasta descubrir los secretos del Infinito.
En Pana hay una ira maldita, más bien. Y en el lago, miles de miles de personas viviendo como chuchos famélicos, y no se entiende cómo es que hay multimillonarios que llegan a sus casas buriladas, enormes, ajardinadas y patricias, sin tomarse la molestia de voltear a ver el nivel de vida de los verdaderos habitantes del área.
No, nada de lo que está ocurriendo me toma por sorpresa. En lo que respecta a la situación ecológica del lago, recuerdo cuando en las tardes me iba a caminar como insolvente a la playa pública y alrededores y me detenía a contemplar el embarcadero, y su desagüe contiguo a los ojos de todos, a ver cómo toda esa mierda gorgoteante civilizaba nuestro mejor enclave turístico. Sobre aviso no hay engaño.
(Columna publicada el 10 de diciembre de 2009.)
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