Las dos locuras
La locura de Ofelia no es la locura de Hamlet. La segunda anhela transubstanciarse, convertirse, en la primera, con gran fatiga. La locura de Hamlet es la locura del arte (de la venganza, en este caso). La de Ofelia, en cambio, es desesperación real, sin mezcla: allí no hay dualidad alguna, no hay conciencia. El loco verdadero no sabe que está loco. El loco falso, en cambio, todo el tiempo habla de su locura (my wit´s diseased), y se ufana de ello (¿piensas que soy más fácil de tocar que una flauta?, pregunta el Príncipe).
Los enajenados falsos son malos, porque compensan su carencia con crueldad. Son los que llevan a los locos verdaderos a la locura genuina. En tal y otros sentidos, la locura falsa es muy peligrosa. Es por tal razón que la sociedad se empeña en llevar al loco simulado a una locura más seria. La sociedad registra los daños, y en su inventario se da cuenta que por lo general el loco aparente es homicida en potencia, mientras que el loco verdadero, un suicida en soledad: él mismo se ocupa de borrarse. En términos sanitarios, es más deseable el segundo al primero. Si la traslación no funciona, al loco falso se le termina enviando a Inglaterra, o se le coloca dos venenos: uno en la copa, y otro en la espada.
El loco ilusorio, si remacha lo suficiente, llegará a la locura intensa. Pero para ello debe franquear el umbral de la muerte. El loco indiscutible es quién no le teme a la muerte. Hamlet aún le tiene demasiado temor a su padre. Ser o no ser, sublima, verbaliza, patológicamente. Pero el que no teme a la muerte cede a la verdadera demencia liberadora, al gran silencio sin límites, a la gloria auténtica.
La locura es el único tópico que me sigue visitando: como el Príncipe es visitado, en una noche glacial, por el Rey Muerto.
Una última cosa: aún no estoy loco de verdad. Para mientras, estaré loco de literatura.
(Columna publicada el 10 de julio de 2008.)
Los enajenados falsos son malos, porque compensan su carencia con crueldad. Son los que llevan a los locos verdaderos a la locura genuina. En tal y otros sentidos, la locura falsa es muy peligrosa. Es por tal razón que la sociedad se empeña en llevar al loco simulado a una locura más seria. La sociedad registra los daños, y en su inventario se da cuenta que por lo general el loco aparente es homicida en potencia, mientras que el loco verdadero, un suicida en soledad: él mismo se ocupa de borrarse. En términos sanitarios, es más deseable el segundo al primero. Si la traslación no funciona, al loco falso se le termina enviando a Inglaterra, o se le coloca dos venenos: uno en la copa, y otro en la espada.
El loco ilusorio, si remacha lo suficiente, llegará a la locura intensa. Pero para ello debe franquear el umbral de la muerte. El loco indiscutible es quién no le teme a la muerte. Hamlet aún le tiene demasiado temor a su padre. Ser o no ser, sublima, verbaliza, patológicamente. Pero el que no teme a la muerte cede a la verdadera demencia liberadora, al gran silencio sin límites, a la gloria auténtica.
La locura es el único tópico que me sigue visitando: como el Príncipe es visitado, en una noche glacial, por el Rey Muerto.
Una última cosa: aún no estoy loco de verdad. Para mientras, estaré loco de literatura.
(Columna publicada el 10 de julio de 2008.)
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