Peligroso encuentro con Jabba
Por estos días estoy terminando un nuevo libro, lo cuál en vez de darme el esparcimiento que viene con toda tarea acabada, me inunda de una sensación de pánico: ¿y ahora qué?
Mi problema nunca ha sido la página en blanco. Llenar cuartillas nunca me ha representado ningún problema; es el dejar de hacerlo lo que de veras me angustia: he allí mi horror vacui.
La novela es un cristal creado por el prosista por virtud del cual le resulta más fácil ver el vacío. Retirado ese cristal, la nada adiposa se establece en el cuarto como Jabba the Hutt.
La nada puede ser muy gorda, muy opaca, o por el contrario puede ser muy luminosa. Una dimensión de libertad –miríada bacteriológica de posibilidades– tremendamente enceguecedora. Como si un simple pecador corriese la cortina del Sancta Santorum. Qué impresión acuchillante.
Sería interesante hacer cualquier cosa menos escribir, por el mero espíritu de investigación. Trabajar en Burger King, cortar leña, proxeneta etc. ¿Podría yo cambiar de oficio? ¿O es que volvería urgentemente al lenguaje como el adicto vuelve al crack (la pipa, la piedra, el screener)? Hay tumbas que son gramaticales. Pero es que uno siempre ha tenido ese complejo de minero. Seguir cavando, hasta encontrar el oro. El oro lírico. Lo que pasa es que todo minero digno, buscando el metal sagrado, va dejando los pulmones en ello, la capacidad misma de respirar, de procesar convenientemente la vida. Adviene la pregunta más bien maileriana: ¿y si en lugar de desarrollar mi sensibilidad, la estoy explotando, la estoy machacando, la estoy al fin asesinando?
Lo mejor en tal caso sería callarse. Ingresar a la tercera cámara del templo, empequeñecerse, no decir absolutamente nada, escuchar. Como cuando uno va a Atitlán y se queda viendo el lago, humilde. Así, hasta que un día, el milagro: la palabra delicada, nueva, viva, en surgimiento...
(Columna publicada el 24 de enero de 2008.)
Mi problema nunca ha sido la página en blanco. Llenar cuartillas nunca me ha representado ningún problema; es el dejar de hacerlo lo que de veras me angustia: he allí mi horror vacui.
La novela es un cristal creado por el prosista por virtud del cual le resulta más fácil ver el vacío. Retirado ese cristal, la nada adiposa se establece en el cuarto como Jabba the Hutt.
La nada puede ser muy gorda, muy opaca, o por el contrario puede ser muy luminosa. Una dimensión de libertad –miríada bacteriológica de posibilidades– tremendamente enceguecedora. Como si un simple pecador corriese la cortina del Sancta Santorum. Qué impresión acuchillante.
Sería interesante hacer cualquier cosa menos escribir, por el mero espíritu de investigación. Trabajar en Burger King, cortar leña, proxeneta etc. ¿Podría yo cambiar de oficio? ¿O es que volvería urgentemente al lenguaje como el adicto vuelve al crack (la pipa, la piedra, el screener)? Hay tumbas que son gramaticales. Pero es que uno siempre ha tenido ese complejo de minero. Seguir cavando, hasta encontrar el oro. El oro lírico. Lo que pasa es que todo minero digno, buscando el metal sagrado, va dejando los pulmones en ello, la capacidad misma de respirar, de procesar convenientemente la vida. Adviene la pregunta más bien maileriana: ¿y si en lugar de desarrollar mi sensibilidad, la estoy explotando, la estoy machacando, la estoy al fin asesinando?
Lo mejor en tal caso sería callarse. Ingresar a la tercera cámara del templo, empequeñecerse, no decir absolutamente nada, escuchar. Como cuando uno va a Atitlán y se queda viendo el lago, humilde. Así, hasta que un día, el milagro: la palabra delicada, nueva, viva, en surgimiento...
(Columna publicada el 24 de enero de 2008.)
1 comentario:
Claro, y después del sueño, espero por favor me avises cuando sale el BROLI, para conseguirlo. Hasta pronto... Luis Edgar o Arkangel.
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