El moribundo
Si yo fuera un moribundo me vendría a morir por la noche a una de las bancas de la Plazuela España. Especialmente en estos días navideños, cuando la visten mil millones de luces lúcidas, ojos blancos, poros transpirando harta claridad.
De vez en cuando, me doy mi vuelta por la Plazuela, sí, en donde han emplazado amplis en las cuatro esquinas, con música navideña. Unas familias vienen aquí en las noches, vemos a los niños jugar, entre los árboles, a lo mejor se imaginan parte de un mundo minuciosamente mágico.
No los culpo: es que yo también soy un Evasor. Cuando el blues ciudadano se me mete como un insecto al corazón, salgo a caminar, y así me olvido de todo: de las prebendas, las parcelaciones sociales, de los guatemalos. Cuando me duele amarrarme los zapatos, como al viejo cabrón de Bukowski, entonces me devuelvo al mar de avenidas, me sumerjo en los barrios, con sus sirenas estampadas en el óxido de los portones viejos.
Si yo fuera un desahuciado vendría a olvidar mi muerte a una de las bancas de la Plazuela España (ahora le llaman Plaza España, una transición injustificada, porque su encanto proviene sobre todo de su pequeñez). Permitiría que el aire nupcial de diciembre me invente una armadura, y esperaría que nazcan molinos de viento en la calle Montúfar.
Contemplaría los focos reproducidos de la Plazuela España como Gustav von Aschenbach contemplaba –eternamente– al efebo Tadzio en la película de Visconti, en una Venecia putrefaccionada por el cólera, con Malher de fondo.
Al día siguiente, los limpiadores de la Muni encontrarían a lo mejor un cuerpo bastante congelado, o a lo mejor un hermosísimo cristal, o a lo mejor esa crónica triste del caballero Quijano, pero a mí jamás me encontrarían, porque estaría jugando, entre los árboles, con los niños de la medianoche.
(Columna publicada el 20 de diciembre de 2007.)
De vez en cuando, me doy mi vuelta por la Plazuela, sí, en donde han emplazado amplis en las cuatro esquinas, con música navideña. Unas familias vienen aquí en las noches, vemos a los niños jugar, entre los árboles, a lo mejor se imaginan parte de un mundo minuciosamente mágico.
No los culpo: es que yo también soy un Evasor. Cuando el blues ciudadano se me mete como un insecto al corazón, salgo a caminar, y así me olvido de todo: de las prebendas, las parcelaciones sociales, de los guatemalos. Cuando me duele amarrarme los zapatos, como al viejo cabrón de Bukowski, entonces me devuelvo al mar de avenidas, me sumerjo en los barrios, con sus sirenas estampadas en el óxido de los portones viejos.
Si yo fuera un desahuciado vendría a olvidar mi muerte a una de las bancas de la Plazuela España (ahora le llaman Plaza España, una transición injustificada, porque su encanto proviene sobre todo de su pequeñez). Permitiría que el aire nupcial de diciembre me invente una armadura, y esperaría que nazcan molinos de viento en la calle Montúfar.
Contemplaría los focos reproducidos de la Plazuela España como Gustav von Aschenbach contemplaba –eternamente– al efebo Tadzio en la película de Visconti, en una Venecia putrefaccionada por el cólera, con Malher de fondo.
Al día siguiente, los limpiadores de la Muni encontrarían a lo mejor un cuerpo bastante congelado, o a lo mejor un hermosísimo cristal, o a lo mejor esa crónica triste del caballero Quijano, pero a mí jamás me encontrarían, porque estaría jugando, entre los árboles, con los niños de la medianoche.
(Columna publicada el 20 de diciembre de 2007.)
1 comentario:
mira si yo me fuera a morir, llegaría a parquear el cuerpo al portal del comercio, ¿bukowski? yo me acordaría de el y vagaria por la zona 1 viendo culos... despues me pondria a jugar Rayuela y por supuesto que a mi si me encontrarian. llegaría al cielo y un lustrador le daría brillo a mis zapatos.
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