Bhutto
Benazir Bhutto llevaba el signo trágico en la frente de los heraldos y los mártires y los místicos de la política. Su muerte es escandalosa, es indignante, pero no es sorpresiva. Esta mujer, quien fuera Primera Ministra dos veces en Pakistán (y removida del cargo en ambas ocasiones) ha estado en la mira de no pocos zopilotes desde hace varios años. Y aquí hablamos en particular de las facciones más abominables del Islam –Al Qaeda y talibanes– quienes vieron en la cruzada non serviam antiterrorista de Bhutto un objeto de desprecio metafísico, pero también hablamos de detractores políticos domésticos, e incluso ajedrecistas occidentales, interesados en crear escenarios violentos para sus fines íntimos.
¿Qué llevó a esta brillante mujer a volver a Pakistán en condiciones tan convulsas? ¿Podía confiar en la protección ofrecida por Musharraf? ¿Acaso no sabía que amnistía en su caso equivalía a muerte? Por supuesto que lo sabía. Podemos suponer que toda clase de misivas se encargaban de recordárselo a diario. A éstas respondió con ovarios de hierro (templados en el hielo de una historia familiar que incluye torturas y asesinatos y acusaciones severas –no se sabe si ciertas, hélas– de corrupción). En cierto sentido, es como si ella misma se hubiera autoinmolado, a la par de los mismos suicide bombers contra quienes luchaba. Es la pomposa ironía de su muerte. La crucifixión será siempre el misterio en donde todas las morales se funden.
Aquí lo triste es que todos aquellos conatos para que Pakistán no se convierta en un estado terrorista se fueron al traste. A partir de ahora cabe esperar una intervención externa, esto es: el terrorismo consensual o democrático de Occidente y sus cuchillos teledirigidos. Viene desde luego a la mente el verso de Gonzalo Rojas: “El mundo se me empezó a morir como un niño en la noche”.
(Columna publicada el 10 de enero de 2008.)
¿Qué llevó a esta brillante mujer a volver a Pakistán en condiciones tan convulsas? ¿Podía confiar en la protección ofrecida por Musharraf? ¿Acaso no sabía que amnistía en su caso equivalía a muerte? Por supuesto que lo sabía. Podemos suponer que toda clase de misivas se encargaban de recordárselo a diario. A éstas respondió con ovarios de hierro (templados en el hielo de una historia familiar que incluye torturas y asesinatos y acusaciones severas –no se sabe si ciertas, hélas– de corrupción). En cierto sentido, es como si ella misma se hubiera autoinmolado, a la par de los mismos suicide bombers contra quienes luchaba. Es la pomposa ironía de su muerte. La crucifixión será siempre el misterio en donde todas las morales se funden.
Aquí lo triste es que todos aquellos conatos para que Pakistán no se convierta en un estado terrorista se fueron al traste. A partir de ahora cabe esperar una intervención externa, esto es: el terrorismo consensual o democrático de Occidente y sus cuchillos teledirigidos. Viene desde luego a la mente el verso de Gonzalo Rojas: “El mundo se me empezó a morir como un niño en la noche”.
(Columna publicada el 10 de enero de 2008.)
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