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En el disco duro tenía yo una carpeta con todo lo que había escrito en mis primeros, qué sé yo, cinco, siete años, de escritor. Y siempre me estaba diciendo a mí mismo: “Hay que revisar esa carpeta, para ver si hay algo de valioso, si algo a lo mejor se salva”.
Pero jamás lo hacía. En parte por esa filosófica hueva de la cuál todos adolecemos; en parte por el atenazante pudor que causan los propios orígenes, en este caso escriturales.
El pudor, verán, es uno de mis grandes hostigadores. Vergüenza, apocamiento, y un discreto sentido del fracaso.
Se me fue metiendo en la cabeza una idea alternativa: “¿Y qué tal si sencillamente borro la carpeta?”.
“¿Pero cómo?”, me dije. “Es tu obra, años y años de trabajo”. “No vas a ser tan salvaje, tan bestia”.
Y otra voz vino a impugnar: “De veras te creés muy especial, ¿no es cierto? De veras creés que todo lo que escribís es digno de Dante, Tolstói, Nabokov. Que todo esto va a sobrevivir las ondas y eones del tiempo. ¿No ves que todo está condenado a desaparecer? ¡Memento mori!”
Pero, prudente, la primera voz volvió a intervenir: “Dejálo estar; el material tiene por lo menos un valor, si no literario, historiográfico”.
Y así pasaron los meses y hasta los años: una cháchara interminable. Los argumentos se fueron haciendo más y más sofisticados. Qué retahíla de nociones y conceptos, pero en realidad el dilema seguía siendo siempre el mismo: renunciar o preservar.
Fue con una especie de morbo sardónico como presioné, finalmente, cierto día, la tecla enter. Borré la asquerosa carpeta. El olvido terminó ganando esta satánica disputa, imprimiendo su estocada final en el costado de su viejo némesis, que se sacudía en el suelo, convulsionaba. Presencié el suceso horrorizado: aún quise ayudar, pero era tarde.
Una culpa bien viscosa comenzó a llenar el cuarto.
Cinco, siete años de trabajo.
(Columna publicada el 4 de octubre de 2007.)
Pero jamás lo hacía. En parte por esa filosófica hueva de la cuál todos adolecemos; en parte por el atenazante pudor que causan los propios orígenes, en este caso escriturales.
El pudor, verán, es uno de mis grandes hostigadores. Vergüenza, apocamiento, y un discreto sentido del fracaso.
Se me fue metiendo en la cabeza una idea alternativa: “¿Y qué tal si sencillamente borro la carpeta?”.
“¿Pero cómo?”, me dije. “Es tu obra, años y años de trabajo”. “No vas a ser tan salvaje, tan bestia”.
Y otra voz vino a impugnar: “De veras te creés muy especial, ¿no es cierto? De veras creés que todo lo que escribís es digno de Dante, Tolstói, Nabokov. Que todo esto va a sobrevivir las ondas y eones del tiempo. ¿No ves que todo está condenado a desaparecer? ¡Memento mori!”
Pero, prudente, la primera voz volvió a intervenir: “Dejálo estar; el material tiene por lo menos un valor, si no literario, historiográfico”.
Y así pasaron los meses y hasta los años: una cháchara interminable. Los argumentos se fueron haciendo más y más sofisticados. Qué retahíla de nociones y conceptos, pero en realidad el dilema seguía siendo siempre el mismo: renunciar o preservar.
Fue con una especie de morbo sardónico como presioné, finalmente, cierto día, la tecla enter. Borré la asquerosa carpeta. El olvido terminó ganando esta satánica disputa, imprimiendo su estocada final en el costado de su viejo némesis, que se sacudía en el suelo, convulsionaba. Presencié el suceso horrorizado: aún quise ayudar, pero era tarde.
Una culpa bien viscosa comenzó a llenar el cuarto.
Cinco, siete años de trabajo.
(Columna publicada el 4 de octubre de 2007.)
4 comentarios:
en un año, a diferencia de un par de meses he transitado por ese mismo estado de destruccion de mi trabajo.
el primero de manera estúpida, y abrumado por la imagén de la incineracion de los textos y por la típica maldita depre, desidí meterme al cuarto en construccion de mi casa, armado de fosforos, un disco de zeppelin y todo lo que tenia escrito en hojas desde que me dió por meterme a esto. todo se fue a la mier. absolutamente todo
el trabajo no era muy bueno, a parte del valor emocional (si es que esto tiene valor) era basura.
el segundo caso hace talvez un mes nuevamente de una manera estúpida por hacer limpieza en la pc. elimine el acceso directo de mi carpeta de escritos y sin darme cuenta de lo que habia echo vacie la papelera. afortunadamente tenia algunas copias en otra máquina, pero mucho de ello quedo en manos de mi propia inquisicion. a estos pues si los extraño.
Todo escritor debería de quedarse con lo estrictamente necesario. De lo contrario se vuelve un viejito con gafas. Y eso jamás. m.
Nahh, yo creo que no era necesario borrarla, así te morías de la vergüenza cada vez que leyeras algo que no te gustaba, algo así como el aguijón para que se te subieran los humos, digo no? se vale!
Me gusta como escribes!
Pues me resulta un válido acto de enfrentamiento aunque más que todo lo que me agrada es lo graciosamente masoquista que resulta el asunto entre historia-ego.
Un saludo.
Hasta luego.
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