Medalla de plata
La semana pasada, allí estaba Heidi Juárez en portada del diario, medalla de plata, representando.
Se me vinieron a la memoria todas esas imágenes de infancia, cuando yo hacía tae kwon do –incluso arribé a la cinta azul con grado. Pero debo decir que cabalito antes de conquistar la negra deserté –honrando así para siempre al perdedor que llevo dentro. Ahora les cuento la historia.
El dueño del gimnasio era un coreano buena onda, y en teoría una máquina de las patadas (pero aún siendo una máquina de las patadas llevaba consigo siempre una gran pistola bien niqueladita, que de tanto en tanto me mostraba, para mi éxtasis, y que ocupaba jerarquía de precedencia, asumo yo, a la hora de los vergazos).
Era un coreano buena onda pero también tenía su parte jodida. Llevaba un gran bate, y cuando no completabas una serie de ejercicios, te lo soltaba encima del pie, dejándote los dedos, las uñas, de un color violáceo violento. También practicaba eso de hacer dos filas con todos los del gimnasio, y vos tenías que pasar en medio, a que te sacaran las miserias, a puros patines. De vez en cuando nos hacía pasar –a todos por igual– a las duchas, pero vestidos. Era un coreano buena onda.
Cierto día, estaba yo jugando con un cuate, en mi casa, y el asunto es que sin querer me pegó un cabezazo, dejándome el ojo mal. Cuando el lunes llegué al gimnasio, el coreano me preguntó qué había pasado, y yo me inventé una de vaqueros, diciéndole que me habían agarrado entre cuatro en el colegio, por apantallar. Y él me dijo:
–¿En el colegio? A la salida los agarramos.
Lo cuál, comprenderán, me puso en una situación harto incómoda. Lo vergonzoso del asunto es que antes que decir la verdad, opté por salirme del gimnasio.
Por demás, así comenzó mi oficio de escritor, que no es otra cosa que el oficio de mentir. Yo también quiero la de plata.
(Columna publicada el 26 de julio de 2007.)
Se me vinieron a la memoria todas esas imágenes de infancia, cuando yo hacía tae kwon do –incluso arribé a la cinta azul con grado. Pero debo decir que cabalito antes de conquistar la negra deserté –honrando así para siempre al perdedor que llevo dentro. Ahora les cuento la historia.
El dueño del gimnasio era un coreano buena onda, y en teoría una máquina de las patadas (pero aún siendo una máquina de las patadas llevaba consigo siempre una gran pistola bien niqueladita, que de tanto en tanto me mostraba, para mi éxtasis, y que ocupaba jerarquía de precedencia, asumo yo, a la hora de los vergazos).
Era un coreano buena onda pero también tenía su parte jodida. Llevaba un gran bate, y cuando no completabas una serie de ejercicios, te lo soltaba encima del pie, dejándote los dedos, las uñas, de un color violáceo violento. También practicaba eso de hacer dos filas con todos los del gimnasio, y vos tenías que pasar en medio, a que te sacaran las miserias, a puros patines. De vez en cuando nos hacía pasar –a todos por igual– a las duchas, pero vestidos. Era un coreano buena onda.
Cierto día, estaba yo jugando con un cuate, en mi casa, y el asunto es que sin querer me pegó un cabezazo, dejándome el ojo mal. Cuando el lunes llegué al gimnasio, el coreano me preguntó qué había pasado, y yo me inventé una de vaqueros, diciéndole que me habían agarrado entre cuatro en el colegio, por apantallar. Y él me dijo:
–¿En el colegio? A la salida los agarramos.
Lo cuál, comprenderán, me puso en una situación harto incómoda. Lo vergonzoso del asunto es que antes que decir la verdad, opté por salirme del gimnasio.
Por demás, así comenzó mi oficio de escritor, que no es otra cosa que el oficio de mentir. Yo también quiero la de plata.
(Columna publicada el 26 de julio de 2007.)
2 comentarios:
por tu honestidad y mentiras te ganaste la de oro! increible la forma en que nace un escritor, todo origen parece partir de las mentiras...
Las propias, las esquizofrénicas mentiras...
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