Ciudad santa
El sábado pasado en la Antigua: retrospectiva de Margarita Azurdia. Deslumbramiento, gratitud, rabia por lo perdido. Que quede registro que allí estuve, verídicamente, estupefacto, malcomprendiendo cómo es que algunos genios gotean, por resquicios y grietas generacionales, hacia los abismos de la desmemoria, y la insignificante esoteria de la negligencia, confidencialidad humillante, conventualidad de olvido. Mientras otros –que genios no son– son mantenidos artificialmente en la lente de la atención histórica. Reconforta saber que algunas criaturas lúcidas –exempli gratia, Rosina Cazali– se dan a la tarea de reunir y defender, al borde de la batalla, la ciudad santa, el último de los protectorados: el de la sensibilidad.
Lo más importante de comprender respecto a la sensibilidad es que no respira sin diálogo, o dicho así: la única manera de mantener viva la propia sensibilidad es dejarse hechizar por una sensibilidad que no sea justamente propia. ¿No es curioso? Es lo ajeno lo que nos concede vida íntima: sin enajenación no hay lirismo. Es fácil tomar a broma ciertas compulsiones de Margarita Azurdia, dictar que estaba loca, ligarla al arquetipo de la artista errática, extrovertida: es fácil, y superficial. Esta clase de velada condena nos prohíbe valorar lo cardinal: la extroversión de Margarita Azurdia es esencialmente religiosa. En la exhibición de la Antigua uno percibe el espanto de la búsqueda como una ética de lo desconocido. Ahora bien, para dejarse penetrar por lo desconocido (y ser completamente mujer) es preciso vaciar el alma, hasta volver al balbuceo, o infancia mítica. La locura, anafilaxia del corazón, nos posee pero al poseernos nos dota de una nueva virginidad. Margarita Azurdia, la niña, amasaba su placenta con manos nuevas cada vez.
(Columna publicada el 21 de junio de 2007.)
Lo más importante de comprender respecto a la sensibilidad es que no respira sin diálogo, o dicho así: la única manera de mantener viva la propia sensibilidad es dejarse hechizar por una sensibilidad que no sea justamente propia. ¿No es curioso? Es lo ajeno lo que nos concede vida íntima: sin enajenación no hay lirismo. Es fácil tomar a broma ciertas compulsiones de Margarita Azurdia, dictar que estaba loca, ligarla al arquetipo de la artista errática, extrovertida: es fácil, y superficial. Esta clase de velada condena nos prohíbe valorar lo cardinal: la extroversión de Margarita Azurdia es esencialmente religiosa. En la exhibición de la Antigua uno percibe el espanto de la búsqueda como una ética de lo desconocido. Ahora bien, para dejarse penetrar por lo desconocido (y ser completamente mujer) es preciso vaciar el alma, hasta volver al balbuceo, o infancia mítica. La locura, anafilaxia del corazón, nos posee pero al poseernos nos dota de una nueva virginidad. Margarita Azurdia, la niña, amasaba su placenta con manos nuevas cada vez.
(Columna publicada el 21 de junio de 2007.)
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