El pellejo mío
Soy Echeverría aguantador: en el pellejo mío han quedado grabadas todas las locuras…
Echeverría… De este apellido es que me viene la obstinación, la resistencia, la tremenda vocación de Lazarillo esquizoide.
Dicho esto, debo confesar que apenas conozco este lado tan particular de mi sangre. Recién la semana pasada se murió Rodolfo Echeverría, el médico, a quien mi padre ha querido tanto, siendo su primo. Me enteré tarde… Hubiera querido yo siquiera acompañar a la esposa, a los hijos…
Aguantadores, sí. Está esa anécdota, contada por mi padre, del abuelo, y del tío abuelo, sastres los dos, en tiempos, yo asumo, de Estrada Cabrera, quien decidió que el mismo ejército se iba a hacer cargo –de tal momento en adelante– de la confección de los trajes de la armada, dejando sin oficio a los alfayates nacionales. Pues el abuelo, y el tío abuelo, firmaron carta, no sé si en nombre de sindicato alguno (el relato lo guardo nebuloso en la memoria), y el dictador, dispendioso para los expurgos, los mandó, a ambos, caminando, descalzos, hasta Puerto Barrios, bajo el sol de sangre, por maxilamistas. Los fueron a tirar como a veinte kilómetros, o cosa parecida, de la orilla, a mar abierto. Uno de ellos no sabía nadar. El otro tuvo que llevarlo a cuestas, de vuelta, remachando, con hidalguía (¿qué hablaban en esa cruzada sobrehumana?). Y llegaron. Se salvaron.
Este pasado familiar, siendo mío, es de todos. Es la historia de todos los guatemaltecos. Todos somos supervivientes. Nunca se fueron a ningún lado las bajas pasiones. Estaban sólo enterradas, junto a todos esos indios sin registro. Algunos salvadoreños pegan el grito al cielo, editorializan de pronto, escandalizados por nuestras prácticas de estado. Eso nomás es ignorar nuestra historia –por demás idéntica a la suya.
(Columna publicada el 1 de marzo de 2007.)
Echeverría… De este apellido es que me viene la obstinación, la resistencia, la tremenda vocación de Lazarillo esquizoide.
Dicho esto, debo confesar que apenas conozco este lado tan particular de mi sangre. Recién la semana pasada se murió Rodolfo Echeverría, el médico, a quien mi padre ha querido tanto, siendo su primo. Me enteré tarde… Hubiera querido yo siquiera acompañar a la esposa, a los hijos…
Aguantadores, sí. Está esa anécdota, contada por mi padre, del abuelo, y del tío abuelo, sastres los dos, en tiempos, yo asumo, de Estrada Cabrera, quien decidió que el mismo ejército se iba a hacer cargo –de tal momento en adelante– de la confección de los trajes de la armada, dejando sin oficio a los alfayates nacionales. Pues el abuelo, y el tío abuelo, firmaron carta, no sé si en nombre de sindicato alguno (el relato lo guardo nebuloso en la memoria), y el dictador, dispendioso para los expurgos, los mandó, a ambos, caminando, descalzos, hasta Puerto Barrios, bajo el sol de sangre, por maxilamistas. Los fueron a tirar como a veinte kilómetros, o cosa parecida, de la orilla, a mar abierto. Uno de ellos no sabía nadar. El otro tuvo que llevarlo a cuestas, de vuelta, remachando, con hidalguía (¿qué hablaban en esa cruzada sobrehumana?). Y llegaron. Se salvaron.
Este pasado familiar, siendo mío, es de todos. Es la historia de todos los guatemaltecos. Todos somos supervivientes. Nunca se fueron a ningún lado las bajas pasiones. Estaban sólo enterradas, junto a todos esos indios sin registro. Algunos salvadoreños pegan el grito al cielo, editorializan de pronto, escandalizados por nuestras prácticas de estado. Eso nomás es ignorar nuestra historia –por demás idéntica a la suya.
(Columna publicada el 1 de marzo de 2007.)
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