El olor de septiembre
Desde Osetia del Norte nos llega el olor lacónico de la muerte. No lo percibimos porque todavía estamos muy ebrios de fútbol. Si la selección hubiese perdido contra Costa Rica, lágrimas se habrían derramado. ¿Cuántas lágrimas hemos derramado por la tragedia de Beslan? ¿Nos importa, siquiera? ¿Y nuestra propia matanza de Retalhuleu? Berger estuvo presente el domingo en el estadio, lo cuál a mi juicio es muy irrespetuoso, muy circense, y muy romano de su parte: hay lutos políticos que es preciso respetar, y el de Berger en todo caso no duró demasiado.
Lo que sucedió en Rusia constituye una marca respetable de terrorismo mundial. Trescientos treinta y ocho muertos al momento de escribir esta columna, y con tendencia al ascenso. El olor de septiembre es un olor a víscera suelta y carne en descomposición. Sudan los policías de tanto trasladar los cuerpos hacia la noche oscura, para que no los encuentre ni el Chamuco. El olor de septiembre, ese olor de Nueva Linda, es el olor de todos aquellos que en incontables sobremesas dijeron sin piedad: “A esos indios cerotes hay que sacarlos de las fincas a balazos”. El problema es que nunca los sacaron. Todavía están allí, enterrados. Una rosa es una rosa es una rosa. La ley es la ley es la ley. Y de arriba caen bombas. ¿Es que no lo saben? Nueva Linda, Retalhuleu, Guatemala, se hallan en el gran gimnasio de una ciudad rusa en dónde se estaciona para siempre el olor de septiembre.
El olor de septiembre es el polvillo de las torres pulverizadas que viaja trashumante y peregrino por el mundo, fantasma amargo escrutando a la humanidad infiel. ¿No lo entienden? En una noche cualquiera la asfixia caerá sobre nosotros. A la mañana siguiente sólo habrán cuerpos precisos, engarrotados, como los cuerpos de Nueva Linda.
(Columna publicada el 9 de septiembre de 2004.)
Lo que sucedió en Rusia constituye una marca respetable de terrorismo mundial. Trescientos treinta y ocho muertos al momento de escribir esta columna, y con tendencia al ascenso. El olor de septiembre es un olor a víscera suelta y carne en descomposición. Sudan los policías de tanto trasladar los cuerpos hacia la noche oscura, para que no los encuentre ni el Chamuco. El olor de septiembre, ese olor de Nueva Linda, es el olor de todos aquellos que en incontables sobremesas dijeron sin piedad: “A esos indios cerotes hay que sacarlos de las fincas a balazos”. El problema es que nunca los sacaron. Todavía están allí, enterrados. Una rosa es una rosa es una rosa. La ley es la ley es la ley. Y de arriba caen bombas. ¿Es que no lo saben? Nueva Linda, Retalhuleu, Guatemala, se hallan en el gran gimnasio de una ciudad rusa en dónde se estaciona para siempre el olor de septiembre.
El olor de septiembre es el polvillo de las torres pulverizadas que viaja trashumante y peregrino por el mundo, fantasma amargo escrutando a la humanidad infiel. ¿No lo entienden? En una noche cualquiera la asfixia caerá sobre nosotros. A la mañana siguiente sólo habrán cuerpos precisos, engarrotados, como los cuerpos de Nueva Linda.
(Columna publicada el 9 de septiembre de 2004.)
3 comentarios:
el futbol es el opio de los pueblos
Un puñado de ilusión supertelevisada...
Solo que ahora prefirieron Agosto y Olimpíadas y otra Ossetia, la del Sur. Y matar a unos cuantos de Amatitlán acá, (En algo andaban, dirán las señoras vestidas de luto nuevamente, ante la tragedia de un alza de impuestos, casi casi con madrileñas y el maquillaje perfecto)
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