Hannibal habla
Carta.– Esta es la hoja y los signos que no leerás, cubierta por las sales bravas del insomnio. Quiere decir que esto tan tuyo nunca llegará a tus manos, desaparecerá en el perro silencio, se irá río abajo, a las ciudadelas sitiadas, en donde todos los mensajes se suicidan con una pistola blanca, de un disparo en el vientre. Este es nomás un fragmento de una infinita comunicación que jamás conocerá su hora. La carta, pues, que no escribí, que ya borré o que no fue enviada. Y si no fue enviada, es porque no quiero dejar de habitar la única casa que me queda, después de la hecatombe: la casa ronca del silencio.
Podemos matarlo.– De veras podemos. Así, a palazos. Podemos borrar su rostro a golpes. Es solo tu esposo.
Retorno del soldado.– Volviste soldado a las 10 o a las 4 a un país que ahora es enteramente otro país. Por ende, no reconoces ya sus procesiones, ni sus incensarios. No has visto nunca esas orquídeas. No recuerdas que los edificios estuvieran en esa posición. Y te preguntas, te preguntas con un rifle en el cielo de la boca: «Si este país no es el mío, ¿por qué maté a esos hombres?, ¿por qué maté a esos niños?».
Eclipse.– Hacer el amor contigo es habitar un eclipse rojo de sudor y luz. Dentro de tu sangre se escuchan los pasos de tu fiebre invocada. Este gemir es mi fuego diciendo: entra a mi llaga, entra a mi llaga. Recojo tu piel con mi lengua. Si no fuera porque eres mi hermano, me casaría contigo.
Hannibal habla.– Eso sí: admito que no fue nada fácil obtenerte. Tuve que conceptuar un escenario complejo y sutil, no del todo desemejante al Bach de las Variaciones. Y en todo momento tuve al FBI pisándome los talones. Pero, visto en retrospectiva, puedo decir que valió la pena: tu cuerpo es ya mi cuerpo. Significa que pronto iré a la cava a buscar el mejor vino, que tu proteína será la base orgánica con la cual mis axones y dendritas formularán mi próximo plan, mi próxima cena.
Una mujer nada.– Una mujer nada, a cierta hora. El agua apasionada de la piscina no oculta sus formas tempranas. Qué cuerpo sin gusanos, el suyo. El sol –menos tierno que ella– la observa, la manosea, la quema. Mas quien de veras la está viendo es ese hombre, desde esa ventana. Desde esta ventana, la estoy mirando.
El miedo de las modelos.– Las modelos temen el apocalipsis que para ellas vendrá en forma de seis soles de olvido. El epílogo será para ellas una arruga viviente, de tono negrizo, viajando debajo de su piel delicada, hasta crear un signo maldito, en su frente maldita. Un signo o runa que un pájaro enloquecido vendrá a cavar con su pico exuberante. Pobres modelos, con su labio dorado, que crece y crece, un día revienta.
El bucanero.– A esta cantina vienen a morir los preteridos y los refutados. Ayer vimos a un bucanero volarse los sesos enfrente de nosotros, como el que más. No tenía para otro trago. Maldita retracción. Eso fue lo que dijo: maldita retracción. ¿No es una frase extraña, para un momento así?
(Buscando a Syd publicada el 9 de agosto de 2018 en El Periódico.)
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