La mouche
Incluso antes de entrar al Cementerio General (a unas III cuadras digamos) ya se miran los zopilotes. De llevar con nosotros a un gringo o a cualquier regular extranjero, él nos preguntaría I o II veces: “¿Es que tienen los muertos afuera de sus tumbas, y es por eso que estas aves carroñeras sobrevuelan el cementerio?”. Y habría que explicarle I o II veces, o V, dependiendo de su lucidez: “No, señor. Estamos en las Indias, no en la India. Los muertos aquí los enterramos, como Dios manda. La razón de la presencia de estas nobles aves es que el basurero se encuentra a un lado del camposanto. Y eso explica también el olor a mierda. No vaya Vd. a pensar que nuestros muertos huelen así de mal”. “Ah”, contestaría el gringo mula, viendo el zopilotal.
Esta vez, éramos un montón los presentes (yo calculo que éramos como XXX, talvez L), viendo cómo es que el señorcito de los ladrillos tapiaba al interfecto. Llevaba ya unos XX ladrillos: y entonces la mosca.
Una mosca se posó en mi mano, quiero decir. Lo cuál es insignificante. Pero el asunto es que no bien se posó la primera, ya estaba la segunda posándose ella también. Y una tercera. Entonces me di cuenta de cómo los otros enlutados también lidiaban con sus propias moscas; cómo es que las señoras daban grandes aspavientos para ahuyentarlas; cómo es que sus maridos indignadísimos no sabían ocultar la impotencia ante los protervos bichos. Y es que eran ríos de moscas; eran como M moscas; y todos teníamos puesto un traje de moscas; y las moscas las teníamos en la boca; y tragábamos las moscas. El señor de los ladrillos salió huyendo. Corrimos entre nichos.
Cuando por fin logramos escapar del Cementerio, alguien diría, en un acento foráneo: “Cuando yo muera, es mi deseo que me cremen”. Y otro más –un xenófobo, visiblemente– contestó: “Sí, lo mejor sería mandar a construir unos hornos gigantes, para quemar tanta basura…”
(Columna publicada el 11 de octubre de 2007.)
Esta vez, éramos un montón los presentes (yo calculo que éramos como XXX, talvez L), viendo cómo es que el señorcito de los ladrillos tapiaba al interfecto. Llevaba ya unos XX ladrillos: y entonces la mosca.
Una mosca se posó en mi mano, quiero decir. Lo cuál es insignificante. Pero el asunto es que no bien se posó la primera, ya estaba la segunda posándose ella también. Y una tercera. Entonces me di cuenta de cómo los otros enlutados también lidiaban con sus propias moscas; cómo es que las señoras daban grandes aspavientos para ahuyentarlas; cómo es que sus maridos indignadísimos no sabían ocultar la impotencia ante los protervos bichos. Y es que eran ríos de moscas; eran como M moscas; y todos teníamos puesto un traje de moscas; y las moscas las teníamos en la boca; y tragábamos las moscas. El señor de los ladrillos salió huyendo. Corrimos entre nichos.
Cuando por fin logramos escapar del Cementerio, alguien diría, en un acento foráneo: “Cuando yo muera, es mi deseo que me cremen”. Y otro más –un xenófobo, visiblemente– contestó: “Sí, lo mejor sería mandar a construir unos hornos gigantes, para quemar tanta basura…”
(Columna publicada el 11 de octubre de 2007.)
2 comentarios:
¡Wowww! Exelente.
Ahora que te leí me acuerdo que en Triptico, unas de las recopilaciones que harían de Monterroso, él decía que mucha gente había escrito sobre las moscas, que era casi imprescindible para un escritor y ahora te leo y woww!! me dejaste muy satisfecha.
Enhorabuena!!
Saludos.
La mosca como metáfora total. Kafka se equivocó de insecto. m.
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