TOC
El asesino está suelto.– El asesino, ese fantasma, está suelto. Lleva en la mano derecha una jícara de sangre. En la izquierda, un revolver que ilumina, en disparo fugaz, la carcoma. Pánico de ecos en la ciudad blanquísima. Miedo húmedo en la urbe de los callejones. Quien camine a deshoras tiene ya los pasos contados: muy pronto será encañonado, sin rencor, incluso suavemente, suavemente. Hemos visto esos tiernos cadáveres cariados, con rosas nocturnas en la boca. El asesino es siempre el otro, que puede ser o no el asesino.
La superstición.– ¿Qué es esa cosa? Esa cosa no es otra cosa que un caníbal. ¿Cómo, en estos tiempos? Pues sí, y entre hoy y mañana degustará tus testículos. Dicho de otra manera: los cortará con un cuchillo crudo y la sangre correrá por tus pantorrillas y… en fin, ya tienes una idea de lo que estoy hablando. Es obligado que comprendas que nada de esto es personal. No es que los bárbaros tengan algo contra ti. Son sus modos primitivos, sus maneras premodernas, eso es todo. Tampoco es que estas maneras sean tan distintas a las nuestras, de hecho: la civilización es una cruel superstición.
No te salgas del círculo.– Si no quieres ser atrapado, pues, por los efectos oscuros, más vale que no te salgas del círculo. Es muy cierto que la vida afuera del círculo es excitante. Cierto que los tambores prometen mieles, noches sin fin. Necesitas no obstante saber que los subseres y degolladores te están esperando allá afuera, como los lobos, cuando tienen hambre. Piensa en tu cabeza rodando por la avenida polvorienta. Piensa en tus húmedas vísceras alzadas ante la luna amarilla. Piensa en esos infinitos raudos dientecillos, fatigando tus huesos. Piénsalo muy bien, antes de dar otro paso.
¿Dónde está mi hijo?.– ¿En dónde, pregunto, en qué lugar de lo vasto, llora o muere mi hijo? Él estaba ahí, en el pasillo del supermercado, y de pronto ya no estaba: alguien me lo agarró. Cuando me di cuenta había desaparecido. Lo busqué y lo busqué. Los años pasaron. Lo sigo buscando. Lo busco, endurecida, en las calles hambrientas. Me dicen que es hora de dejarlo ir. ¿Pero qué saben ellos? Mi hijo ha sido secuestrado. Y todos los teléfonos sangran silencio.
Vives en un lugar pequeño.– Vives en un lugar pequeño. ¿Cuán pequeño? Extremadamente pequeño. ¿Pequeño como la uña del dedo más pequeño? Más pequeño todavía. Así de pequeño. Nada cabe. Ni siquiera tú cabes (es tan pequeño). Esta claustrofobia, esta pequeñez, te acompaña a todos lados.
TOC.– Por fin me tiraré del puente, me digo. Por fin me quitaré esta maldita vida. Por fin me liberaré de todas estas incesantes obsesiones. Pero justo cuando estoy a punto de saltar, una pregunta me asalta: ¿dejé prendida la estufa?
Empatía.– Solo te pido que te pongas en sus zapatos. En los zapatos de mi pobre hijo, el enfermo. Y que le ofrezcas tu hígado. O te lo voy a quitar.
(Buscando a Syd publicada el 7 de febrero de 2019 en El Periódico.)
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