Plegaria
Uno pide el hacha. Para que divida el estómago del arte amniótico,
del arte bueno para nada. Uno rechaza la poesía que es pus tan suave. Uno
quiere una palabra que exprese con furia lo inexpresable. Pero que a la vez
capture cada filamento, cada propiedad sutil del mundo nacido, cada movimiento
en el colisionador de hadrones. Una palabra sensible, armoniosa, no cirrótica.
Uno pide que los mercados no sean ya hexágonos de carnes muertas,
ejércitos para las brumas del hambre y el deseo. Uno reclama que las empresas cesen
de producir cosas que son heces. Uno exige que los sistemas financieros dejen
de ser administrados por la glacial geometría. Uno atrapa tantos pájaros de
petróleo, con esta plegaria convertida en gracia, en huracán común.
Uno quiere que todos aprendan y desaprendan. Que gravite una
entidad transparente sobre cada verdura. Besarle el ombligo a una secoya, dar
la propia saliva a tanta piedra. Uno emite oraciones para que vos y yo y ellas nunca
seamos gobernados por mamíferos densos, regresivos. Uno solicita la
transfiguración de todas las metástasis. Uno ora, invoca con el objetivo de que hayan colmenas funcionales, para que los
caminos justos se fractalicen, y para que los periódicos no tosan más esa
sangre podrida, y para que alguien cambie por fin su punto de vista.
Uno desea tener hijos sabios, hijos profesores, hijos iluminados
que nos enseñen que nuestro propósito último en el mundo no es tener hijos. Uno
ruega para que podamos ver el gran zero radiante y sus incontables brazos–manos
de flameante compasión, llevando maíz indestructible para todos, para todos.
(Columna publicada el 20 de diciembre de 2012.)
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