Atalaya
Eterno
problema, en apariencia irreductible: el de las clases sociales, económicas, estamentales, del país.
Es una guerra
de derechos, y como todas las guerras de esta índole, una guerra congelada, una
guerra de trincheras.
Cuando dos o
más sistemas de derechos entran en conflicto, todo degenera muy rápidamente, se
convierte en parlamento, caricaturización compulsiva, desprecio, y a la larga –a
veces a la corta– en muerte.
¿Qué impide que
en Guatemala no se dé otro choque de envergadura, yo me pregunto?
Todos los
días, doy gracias a la vida por no petrificarme; por no encerrarme en una
posición única; por no acuartelarme en esta–aquella ideología, adherencia,
osificación. La vida me hizo anfibio; a veces mutante; a veces extraño –siendo
ajeno, no pudieron enajenarme. Así pues, no estoy inscrito en ninguna escuela o
tribuna del derecho privado o colectivo: cada una posee su particular forma de
saqueo.
Lo cuál hace
que tanto unos como otros me miren con cierta dosis de desconfianza. Una
situación marginal, que a veces me gusta, otras me incomoda mucho.
Por otro lado,
me ha colocado en una posición excelente –y necesariamente crítica– para
comprender la totalidad de la comedia, que me incluye, claro. En mis buenos
días, considero que es una atalaya para percibir creativamente las cosas; en
mis días hipomaniacos, que es un lugar para comprender y ofrecer mi amistad a
todos los enfoques, y participar en lo mejor de ellos: un lugar–puente.
No es que
carezca de integridad, que carezca de un sistema de preferencias políticas y
morales. No solo tengo integridad: a menudo la pierdo. Y procuro no olvidarlo.
(Columna
publicada el 6 de diciembre de 2012.)
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